Guillermo Almeyra
Si en 1976 el Partido Comunista Italiano era el primer partido en su país y tenía el voto de un tercio de los votantes ¿por qué se derrumbó?, ¿por qué Italia tuvo que padecer un Berlusconi? Si en 1981 François Mitterrand contó en Francia con un inmenso apoyo, ¿por qué lo perdió en pocos años? Si en 1988 sólo el fraude determinó que el nefasto Salinas de Gortari, El Chupacabras de la imaginación popular, ocupase la presidencia de México que Cuauhtémoc Cárdenas había conquistado con la gran mayoría de votos, ¿por qué éste no pudo mantener después ese apoyo popular? Si Cristina Fernández de Kirchner había sido elegida con 54 por ciento de los votos, ¿por qué la ignominiosa derrota del kirchnerismo en las presidenciales argentinas de hace unos meses, nada menos que frente a Mauricio Macri, un reaccionario confeso, ignorante y de escasísima inteligencia? ¿Qué llevó al Partido de los Trabajadores de Brasil, a su líder histórico Lula da Silva y a su gobierno a la actual lucha desesperada por su supervivencia? ¿Por qué vastos sectores sociales que votaron por la izquierda pasan en todo el mundo a no votar o directamente a hacerlo por candidatos y partidos de la derecha y hasta de la extrema derecha?
La respuesta se puede condensar en dos palabras: desilusión y desesperanza.
Desilusión porque millones de trabajadores –cuya fuerza colectiva sería capaz de derribar gobiernos– antes se ilusionaron doblemente. O sea, primero sobre la posibilidad de lograr un cambio social por la vía electoral, esperando todo, mágicamente, de una boleta, de un sufragio, y además creyendo que la llegada al gobierno de quienes dicen ser sus representantes significaba la conquista del poder del Estado.
Dicho de otro modo, una mayoría amplia de las víctimas del capitalismo y de los gobiernos de éste, no comprende aún que un cambio real en la relación de fuerzas sociales sólo puede provenir de la decisión de lucha de los trabajadores, de su organización e independencia frente al Estado y a las instituciones de éste (entre las cuales se cuentan los partidos parlamentaristas) y del combate por una alternativa a las políticas del gobierno y del capitalismo.
O sea, de la unión de los trabajadores, los pobres y los oprimidos detrás de objetivos propios, vistos como tales y posibles de alcanzar, como la autonomía y la autogestión a escala territorial, la organización de la autodefensa, el rechazo de los valores capitalistas y de las políticas que refuerzan la explotación.
Decenas de millones de seres humanos se niegan a ser ciudadanos y delegan a salvadores de turno su representación y su capacidad de decisión, sin siquiera prestar atención al pasado de dichos hombres o mujeres providenciales ni al hecho de que aceptan el sistema que quienes los votan, por el contrario, quieren abolir.
La liberación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos, no de sus líderes momentáneos, o de los partidos que dicen representar a los explotados, pero trabajan en pro de sus propios intereses en el marco del sistema capitalista que sólo quieren reformar.
A las ilusiones por fuerza tienen que seguir las desilusiones, cuando quienes apoyaron a una dirección política creyendo que ésta quería luchar hasta el fin descubren que esa conducción está dispuesta a los compromisos más podridos y no se guía por los intereses de las víctimas del capitalismo.
Si el Partido Comunista Italiano –o Tsipras y Syriza, hoy en Grecia– con la mayoría de los votos hizo la misma política que la derecha, votó leyes represivas y hasta eligió primer ministro italiano a un mafioso conocido como Giulio Andreotti, ¿cómo podría representar las esperanzas de los trabajadores italianos (y de los mismos comunistas que habían combatido armas en mano contra el nazifascismo y por el socialismo con más de 40 mil muertos y 25 mil mutilados o heridos)? Si Mitterrand abandonó su programa socialdemócrata inicial y las reformas prometidas y mantuvo toda la línea del capitalismo colonialista francés, ¿qué credibilidad podían mantener los socialistas y qué esperanzas de cambio podía despertar la unidad de la izquierda tradicional –socialistas y comunistas– que no podía ni siquiera reorientar a su gobierno? Cárdenas, que es un hombre honesto, en 1988 defraudó las esperanzas de quienes querían respaldar su voto mayoritario con la resistencia civil y expulsando del poder –allí donde fuera posible– a los usurpadores del PRI. En su gobierno en el DF no introdujo cambios sociales o culturales importantes. Ni siquiera pudo evitar ser marginado de un partido –el PRD– que se corrompía día a día. Los Kirchner, provenientes del gobierno de Carlos S. Menem, el Salinas de Gortari argentino, se preocuparon sobre todo por favorecer a las grandes empresas, al mismo tiempo que negaban la existencia de clases, y elaboraron leyes antiobreras (llamadas antiterroristas). Si hicieron las mismas políticas que preconizaba la derecha, ¿por qué no iban a votar por ésta los elementos más atrasados e irritados por la corrupción y la soberbia del gobierno de Cristina Fernández? ¿Cómo no iban a perder las esperanzas en el kirchnerismo vastos sectores populares?
Sin esperanza, cunden la resignación, el todos son iguales, la impotencia política. La esperanza en cambio moviliza. Como a los grandes núcleos obreros franceses estimulados por los estudiantes y por el movimiento Nuit Debout. La lista común de Podemos y de Izquierda Unida, al dar nueva esperanza a los trabajadores españoles podría también ganar votos.
Los reformismos de todo tipo robaron la esperanza. Todos ellos: los nacionalistas, los socialdemócratas, los comunistas de derecha, como el PCI de Togliatti-Berlinguer o Syriza, de Tsipras, que está inspirado, al igual que Podemos, por el difunto partido italiano.
Para evitar un ascenso de la derecha y el aumento de la explotación no queda otra vía que organizar la esperanza en un cambio social radical anticapitalista.