Guillermo Almeyra
Los tontos ven sólo a los gobiernos y los resultados electorales mientras los sabios estudian principalmente el contexto y los cambios sociales, en las subjetividades, la visión de sí mismas y las relaciones de fuerza entre las clases y sectores de clase en lucha en escala mundial.
La crisis de civilización, las guerras y las radicales modificaciones climáticas provocan, en efecto, desarraigo masivo, migraciones permanentes de una magnitud sin precedentes, angustias y terrores irracionales y la profunda crisis económica que estalló en 2008 pesa también sobre la conciencia de todos y hace temer una brusca y aún más profunda recaída. La zarabanda infernal dirigida por el demente Trump nos obliga hoy a todos a bailar a un ritmo insostenible.
Ahora bien, en las crisis profundas las sociedades votan con sus movilizaciones y en la calle, sin depender de las urnas.
Los feminicidios crecientes, la brutal violencia que invade la vida cotidiana y el lenguaje, la ruptura de los lazos comunitarios y solidarios tejidos durante milenios de vida campesina y de los diversos entrecruzamientos de etnias, muestran el malestar profundo que aqueja a un mundo globalizado y dominado por un puñado de plutócratas que en su sacrificio al becerro de oro despilfarran sin piedad los recursos naturales y miles de millones de vidas humanas.
Los gobiernos capitalistas carecen de poder real y de consenso y, como en Francia, recurren a una creciente represión para intentar anular las conquistas que desde finales del siglo XIX les arrancó el miedo a las luchas obreras y a la revolución social.
Los oprimidos y explotados, por su parte –desde Argelia y Sudán hasta las calles de Europa y desde India, con la huelga de decenas de millones de mujeres hasta las incesantes huelgas y manifestaciones en Argentina o los obreros de Tamaulipas en México– luchan por conquistar espacios democráticos. Pero lo hacen creyendo aún que es posible unirse sobre la base del nacionalismo, del origen étnico territorial que, por definición, excluye a los otros y divide a los dominados. Ese enfoque identitario es racista, derechista y reaccionario y tan peligroso como el que llevó a Adolfo Hitler al poder.
A esa amenaza se añaden los preparativos bélicos y la restauración de un clima de guerra fría. Las elecciones parlamentarias europeas coincidirán, en efecto, con la guerra comercial y las amenazas bélicas de Estados Unidos a China y se harán en medio de una dura competencia en todos los campos y escenarios entre las potencias imperialistas.
Porque en el voto europeo pesa también la activa participación del presidente de laFederación Rusa Vladimir Putin, quien re-tomó la política de los zares y Stalin e instauró una dictadura burocrático-militar mafiosa que tiene poderosos intereses en Europa occidental y que apoya a la derecha semifascista francesa de Le Pen o la italiana y al dictador turco Erdogan para dividir y chantajear a sus competidores neoliberales de la Unión Europea.
Dado que la izquierda reformista europea social democrática, comunista o liberal democrática ha perdido la mayor parte de su base social y su credibilidad, los partidos nacionalistas-fascistizantes canalizarán mejor que ella los votos de la minoría que vaya a sufragar.
La abstención electoral será enorme sobre todo entre los jóvenes, porque la mayoría rechaza –por la derecha o por la izquierda– el sistema capitalista y la Unión Europea neoliberal del gran capital financiero y no ve todavía cómo construir una Europa alternativa, más democrática, fraterna y justa. Empeñados en esconder la realidad social, en esta disputa por el control de un Parlamento europeo sin poder real y que, como la misma Unión Europea, es sólo la expresión de un mundo que todos quieren superar, los medios de comunicación-intoxicación presentarán como vencedores a los partidos derechistas que también defienden al sistema capitalista que los electores repudiaron. Pero no engañarán a nadie.
Por eso las elecciones no podrán dar legitimidad a las instituciones ni a los nacionalistas polacos, húngaros e italianos ya en los gobiernos ni a los Le Pen y similares alemanes y holandeses que no tienen ningún proyecto ni futuro común.
Después de las elecciones y más legitimados que nunca por el previsible fracaso de Emmanuel Macron, los Chalecos Amarillos franceses continuarán en las calles al igual que todos los problemas que exigen soluciones, movilizan y llevan a la lucha y el poder que los pueblos quieren disputar a sus dominadores nacionales y extranjeros rueda por las plazas y así seguirá porque no hay margen para nuevas componendas o para una alternancia entre distintos grupos sirvientes del capital financiero internacional.
No estamos únicamente al borde del abismo en una crisis ecológica y de civilización sin precedentes: participamos en la épica batalla de miles de millones de seres humanos por encontrar con sus combates comunitarios y sus experiencias autogestionarias una vía para sobrevivir y para construir una alternativa al sistema capitalista inhumano que lleva a todos al abismo.
almeyraguillermo@gmail.com
La derecha no teme decir su nombre
Durante la segunda mitad del siglo pasado, y como consecuencia del rechazo que generó el nazismo, las recetas de la derecha europea siguieron siendo puestas en práctica, pero no proclamadas de manera explícita. Los líderes políticos y sociales más conservadores impulsaban sus agendas con plena conciencia del descrédito que arrastraba la derecha radical, y hasta los derechistas más recalcitrantes evitaban definirse como tales, no porque no fueran conscientes de serlo, sino porque reconocerse como derechistas incomodaba hasta a sus simpatizantes.
A finales de la segunda década del siglo XXI, esa prudencia ha desaparecido. En un creciente número de naciones del viejo continente (la mayoría opulentas y prósperas) cada vez que hay elecciones gana terreno una tendencia con visos decididamente retardatarios y que no tiene ningún reparo en presentarse públicamente como ultraderecha. Los votantes de esa tendencia –expresada en partidos que con pocos matices auspician políticas racistas, xenófobas, excluyentes y autoritarias– van dejando atrás los escrúpulos que generaciones anteriores sentían cada vez que recordaban que derecha significaba privilegios para unos pocos, desarticulación de los Estados benefactores, minimización de los programas sociales, contención de los salarios y mano dura para los cuestionadores del modelo.
Así es como el mapa político de los Estados europeos evidencia la presencia activa de una ultraderecha que no teme decir su nombre en Alemania, Austria, Dinamarca, España, Finlandia, Holanda, Hungría, Noruega, Polonia, Suecia y otros países de menor peso geopolítico, sin olvidar en el norte a la Rusia del partido Liberal-Demócrata de Vladimir Zhirinovski, que pese a su nombre (el del partido) no oculta su orientación fascistoide.
La realización ayer de una nutrida marcha de organizaciones de derecha cuyo objetivo es, nada más ni nada menos, que conquistar la Unión Europea vía la Eurocámara, visibiliza de manera más clara la magnitud que está alcanzando esa corriente de pensamiento. Los convocantes (el italiano Matteo Salvini, el holandés Geert Wilders y la francesa Marine Le Pen) promueven una alianza ultraderechista entre todas las formaciones de ese credo en Europa, aprovechando el descontento y el temor de quienes ven en la migración una amenaza a su entorno y su seguridad, y critican la política de socialdemócratas, centristas y de la izquierda moderada, a la que califican despectivamente de buenista.
El instrumento con el que la derecha aspira a ganar el Parlamento Europeo es el Movimiento Europa de las Naciones y las Libertades, alianza de partidos donde destacan, por su volumen de adherentes, el Frente Nacional de Francia, la Liga Norte de Italia y el Partido de la Libertad de Austria, todos ellos unidos por la causa antiinmigrante e islamófoba, que constituye uno de sus mayores aglutinantes.
Uno de los razonamientos que tratan de explicar el rebrote derechista señala la pérdida de peso del sector laboral, que aportaba la mayor cantidad de votos para los partidos progresistas, y que va aparejada de la caída en picada de la participación en el PIB del sector industrial. Pero esta proposición se antoja mecanicista para explicar un fenómeno que tiene, sin duda, zonas más oscuras y que es preciso analizar seriamente si se pretende neutralizar esa tendencia.