domingo, 19 de mayo de 2019

La crisis en Brasil tiene nombre y apellido: Jair Bolsonaro.

Eric Nepomuceno
En menos de cinco meses de gobierno Jair Bolsonaro y sus ministros dieron sobradas pruebas de una asombrosa capacidad para cometer errores. Cuando parecen a punto de acertar, se equivocan con una habilidad y una rapidez extraordinarias.
El presidente de Brasil, además, muestra una osadía notable: no teme al ridículo. Al contrario, parece que lo busca de manera incesante.
El más reciente ejemplo de esa habilidad singular fue ofrecido hace unos días. Rechazado de manera vehemente por Nueva York, donde recibiría el título de personalidad brasileña del año, ofrecido por la cámara de comercio Brasil-Estados Unidos, anunció haber sido invitado por Dallas, Texas. De paso, visitaría, también atendiendo a una invitación, al ex presidente George W. Bush.
Bueno: Bolsonaro hizo un viaje relámpago a Dallas, fue recibido en un almuerzo con empresarios y visitó a Bush.
Pero el alcalde Mike Rawlings aclaró que no sólo jamás lo había invitado, como repudiaba sus posiciones ultraderechistas. El asesor de Bush, Freddy Ford, negó cualquier invitación, y aclaró que el ex presidente suele atender a pedidos de embajadas para recibir a mandatarios. Y para cerrar el tema, Jorge Baldor, presidente del World Affairs Council, donde se dio el almuerzo, dijo que se trataba exactamente de eso – un almuerzo– y no un homenaje.
Aprovechando su visita a Estados Unidos –la segunda en dos meses– Bolsonaro comentó las multitudinarias manifestaciones que realizaron 2 millones de brasileños por las calles protestando contra su gobierno el pasado miércoles. Dijo que eran idiotas útiles, imbéciles.
A la mañana siguiente, en un intento de matizar los estragos causados por sus palabras, se corrigió: dijo que en realidad quienes salieron a las calles son los que piden Lula libre.
Siempre se sospechó que Jair Bolsonaro mantenía prudencial distancia de la realidad. Lo que ahora se sabe es que, más que eso, el ultraderechista no tiene ninguna relación con ella. Vive en otro mundo, donde la única regla es mantener antagonismos rabiosos y creer píamente en lo que le dicen tanto su trío de hijos como el astrólogo Olavo de Carvalho que le sirve de gurú.
Los pilares que cimentaron su candidatura y deberían sostener su gobierno dan clarísimas muestras de resquebrajamiento. Los grandes medios de comunicación, esenciales tanto para la deposición de la ex presidenta Dilma Rousseff como para la demonización de Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores (PT) en particular y de la izquierda en general, disparan críticas cada vez más contundentes al capitán descerebrado. El mercado financiero, que apostó fuerte en el fundamentalismo neoliberal del ministro de Economía, Paulo Guedes, ya sabe que el año está perdido. Y el tercer pilar fundamental, formado por los militares, parece perdido entre las idas y vueltas del desgobierno. Los uniformados ya saben que no logran contener al incontrolable Bolsonaro. Y saben que, de seguir el panorama como está, él no llega a fin de año.
Si a eso se suma la profunda crisis social sin salida a la vista, con 14 millones de desempleados y otros 23 millones subempleados, el creciente rechazo del electorado –en especial los que votaron por Bolsonaro como forma de castigo al PT y a la izquierda– la absoluta incapacidad de los ministros para llevar adelante cualquier programa mínimamente elaborado y la ausencia absoluta de articulación en el Congreso que le permitiera gobernar, se entenderá la inexistencia de cualquier resquicio de salida.
Para colmar el vaso, se investigan los lazos del senador Flavio, uno de los hijos presidenciales, por desvío de recursos públicos, lavado de dinero y vínculos con grupos de exterminio de Río. La investigación seguramente alcanzará a sus otros dos hijos, a la primera dama y como mínimo se acercará al presidente.
Resultado: pasados menos de cinco meses de su estreno, el mandato del gobierno de Bolsonaro ya está en riesgo. Las reiteradas muestras de absoluto desequilibrio y falta de preparación hicieron disparar alarmas por doquier.
La crisis rápidamente se precipita rumbo al caos absoluto, y ésta tiene nombre y apellido: Jair Bolsonaro.
La cuestión ahora es saber cómo y cuándo expulsarlo del sillón presidencial, a menos, claro, que le advenga un instante de lucidez y acepte desempeñar un rol meramente decorativo.
Como lucidez y Bolsonaro son totalmente incompatibles, la duda persiste y se fortalece.
El viernes pasado empezaron a circular rumores sobre su posible renuncia, pero tratándose de un bufón envalentonado, suena poco creíble, aunque viniendo de un desequilibrado todo es posible.
Jamás en la historia brasileña un gobierno se desgastó tanto en tan poco tiempo. A excepción del pequeño grupo de incondicionales, cada día es más fuerte la sensación de que no hay cómo corregir el escenario contando con la presencia del capitán y su trío de hijos, igualmente incontrolables.
El problema es encontrar quién se decida a dar el primer paso, cuándo y cómo.