jueves, 15 de octubre de 2009

Antiliberalismo mexicano.

Soledad Loaeza
El decreto presidencial que establece la desaparición de Luz y Fuerza del Centro ha reactivado las pulsiones corporativas de sectores de opinión renuentes a la plena transformación del sistema político. En la defensa de los intereses del sindicato de electricistas, el SME, se descubre la tensión que históricamente ha opuesto el liberalismo individualista –igualmente aborrecido por la izquierda y por la derecha–, y la defensa del gremio, de los cuerpos, de los actores colectivos, que comparten los católicos y la vieja izquierda que siempre han mirado con desconfianza al liberalismo. Como ha señalado el gobierno, lo que está en juego es el interés particular de un grupo, el SME, frente al interés general que representa el Estado.
El Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), al igual que el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), entre otros, no encuentra cabida en un sistema político dominado por partidos de ciudadanos, cuya fuerza reside en el voto como expresión individualizada de participación, y ya no en la representación corporativa. Por ejemplo, la creación de un partido para los maestros, el Partido Nueva Alianza (Panal) fue antes que nada una estrategia diseñada por la dirigencia magisterial para asegurarse la supervivencia y la preservación de la capacidad de influencia del gremio en un entorno profundamente transformado por el ascenso de la democracia liberal. Todo indica que la dirigencia magisterial mira con terror cómo frente a la urna de votación, el maestro puede transformarse en ciudadano y elegir un representante ajeno a los intereses del gremio, pero digno de su confianza y acreedor de sus preferencias.
En México, así como en numerosos países, el sindicalismo ha tocado sus límites, pues muchas de las funciones políticas que desempeñaba en el régimen autoritario han desaparecido en democracia. En el pasado la fuerza de los sindicatos se medía en términos de su capacidad de control político, el cual ponían o no al servicio del partido en el poder. A cambio de comprometerse con la estabilidad, los sindicatos recibían –o tenemos que decir, reciben– muchas ventajas monetarias y de otro tipo, por ejemplo: jornadas laborales reducidas, jugosas jubilaciones, la posibilidad de heredar la plaza a un familiar o a un amigo, salarios elevados, prestaciones envidiables, viáticos por desplazarse de una delegación del Distrito Federal a otra. No en balde Martín Esparza declaró No nos van a quitar la empresa, de la cual efectivamente se habían apropiado. Cuando el pilar de los equilibrios políticos son las elecciones, el voto y la competencia entre los partidos se reduce la importancia de la contribución de los sindicatos a la estabilidad política. De ahí que se hayan extinguido las razones bien perversas que justificaban los privilegios del gremio.
Este fenómeno no es de ninguna manera exclusivo de México. En general, la consolidación de sistemas democráticos reduce las funciones de los sindicatos a una estricta defensa de sus derechos laborales y limita sus relaciones al ámbito industrial, a una interlocución con la empresa. Este proceso ha desembocado en la despolitización de estas organizaciones y en su especialización en los fines para los que fueron creadas: la defensa de los intereses laborales, que no necesariamente incluyen la representación ciudadana, que queda a cargo de los partidos. Tan es así que el lugar de trabajo ha dejado de ser el terreno básico de organización de estos últimos; ahora, en cambio, fincan sus unidades básicas de organización en el lugar de residencia. Esta evolución también está vinculada con cambios en la economía, en el mercado de trabajo y en una noción de democracia en la que los ciudadanos ocupan un lugar prominente. Por ejemplo, ¿qué pasaría con los sindicatos si se reformara la Ley Federal del Trabajo y en lugar de que la empresa descuente a cada trabajador su cuota sindical, deja en manos del propio sindicato esa responsabilidad? ¿Cuántos trabajadores estarían dispuestos a abrir ellos mismos su cartera y pagar esas cuotas?
La decisión del 9 de octubre del presidente Calderón materializó los problemas asociados con la continuidad de las grandes organizaciones laborales heredadas de los tiempos en que el PRI era el partido hegemónico, y cuya asociación con un proyecto democrático desapareció desde hace décadas. Este acontecimiento nos obliga a replantear la discusión a propósito de nuestra titubeante democracia en términos que van mucho más allá de leyes y organismos electorales. Es preciso incorporar el tema de las corporaciones que han bloqueado la consolidación de los cambios políticos y de un pluripartidismo efectivo, que, sin embargo, tiende a calcificarse. ¿Cuál es la influencia de los grandes sindicatos de origen priísta en este endurecimiento? ¿Qué tan responsables son de la pobre credibilidad de nuestra democracia y de su futuro?
La causa del SME será débil en tanto sea vista como un problema particular. Es decir, el gobierno podrá justificar la radical medida mientras trate el caso como un asunto que atañe a un grupo limitado de trabajadores, que ameritaba una solución de ese alcance porque los excesos del sindicato llevaron la empresa a la ruina. El SME, en cambio, busca fortalecerse aduciendo que el gobierno calderonista ha lanzado una amplia ofensiva antisindicalista que habrá de alcanzar a todas las organizaciones de trabajadores. El objetivo de la dirigencia sindical es distraer la atención de las condiciones de privilegio que se había asegurado. Sin embargo, bien sabemos que el SME no es la única corporación atrincherada en privilegios que se imponen a la ciudadanía. Atendamos la invitación de los líderes y miremos alrededor; sólo así podremos calibrar la hostilidad antiliberal que frena el desarrollo de la democracia.