Pedro Salmerón Sanginés
En tres breves momentos México se ha acercado a la democracia: 1861-1863, 1911-1913 y 1997-2003. El primero fue preparado por el Constituyente de 1856-57, ahogado por la intervención francesa y sobrevivió formalmente de 1867 a 1877. El segundo fue asesinado junto con el presidente legítimo y cientos de mexicanos, y no lo pudo restaurar la convención revolucionaria de 1915. El tercer ensayo lo fueron matando los poderes fácticos y se cerró con el fraude electoral de 2006. Fuera de esos paréntesis, hemos vivido bajo el autoritarismo puro y duro o la democracia ficción.
Según el diccionario, la democracia es la forma de gobierno en la que el poder político lo ejercen los ciudadanos (directamente o a través de sus representantes, añade la tercera acepción). Dice Giovanni Sartori que en el mundo moderno la democracia es la principal fuente de legitimidad del Estado, el sistema llamado a resolver los problemas del ejercicio del poder y también un ideal. La democracia representativa realmente existente presupone el Estado liberal-constitucional y límites al ejercicio del poder, así como un sistema de partidos que permita la agregación y canalización del voto. Sin los partidos, los electores se expresarían en el vacío y carecerían de marcos de referencia. Y para que estas funciones de los partidos sean efectivas, deben darse en un contexto de competitividad que haga reales los límites y controles al poder. Sin competitividad efectiva no hay democracia efectiva.
Esas características fueron inexistentes en el México priísta: vivíamos en un Estado autoritario con un marco jurídico aparentemente democrático. Pero en las pasadas tres décadas del siglo XX, millones de mexicanos arrancaron al PRI la democracia y su sistema de partidos. En esa prolongada transición fueron protagonistas la sociedad civil y los partidos de oposición real, es decir, el PAN y la izquierda electoral, que tras varias fusiones y mutaciones desembocó en el PRD. La sociedad y la oposición política lograron (tras años de lucha y cientos de muertos) que se construyera un marco jurídico aceptable, un árbitro confiable y se realizaran tres elecciones que auguraban la transición: 1997, 2000 y 2003.
Sin embargo, ni el PAN ni el PRD estuvieron a la altura de lo conseguido. La cultura política priísta los envolvió y contribuyeron tanto como el PRI a cancelar la breve primavera. Hubo momentos estelares, como el respaldo de las bancadas del PRD y del PAN en el Senado, encabezadas por Jesús Ortega y Diego Fernández, para que el PRI (dirigido ahí por Manuel Bartlett y Enrique Jackson) impidiera que los acuerdos de San Andrés alcanzaran rango constitucional, cerrando el paso a una posible transformación gradual de la vida pública. Luego el asalto al IFE perpetrado por el PRI y el PAN en 2003, clave para el fraude de 2006, que enterró aquella transición. A la coalición gobernante de facto desde 1988 (formada por el PAN y el PRI) se sumó el PRD en 2012 con la firma del Pacto por México, que aprobó con inusual rapidez y sin guardar las más elementales formas las modificaciones que interesaban al poder. Ya antes, la cúpula perredista había hecho suyas las tácticas y estilos priístas.
Así, es normal que en 2010-2011 esa izquierda, con el argumento de ganar y el discurso de la alternancia, haya pactado con un PAN cada vez menos democrático. No miraron el resultado de aquella alternancia (¡corría el cuarto año de Calderón!). Así entronizaron a Cué Monteagudo, López Valdés y Moreno Valle, ninguno de los cuales ha representado cambio de fondo con el PRI (como tampoco Ángel Aguirre, sin alianza con el PAN, pero con igual argumento pragmático), salvo si acaso porque Cué y Moreno sustituían a dos de los tres gobernadores emblemáticos de la represión, la corrupción, el cinismo y el despilfarro priístas (Ruiz y Marín… el tercero de la lista era entonces Peña, el de los asesinatos y las violaciones de Atenco). Y ni eso, porque Moreno Valle no tardó en colocarse como uno de los gobernadores más represivos, violentos e intolerantes de un sexenio particularmente represivo y violento.
Ya son normales las candidaturas como las de José Guadarrama (PRD) en Hidalgo o Antonio Gali (PAN) en Puebla. Pero nada expresa mejor el naufragio moral de ambos partidos que su alianza en Veracruz y su candidato, Miguel Ángel Yunes. Ahí están los demócratas al lado de quien fue mano derecha de Elba Esther en el asalto al IFE en 2003. Ahí, junto a quien Lydia Cacho (y sus informantes: niñas sometidas a esclavitud sexual) señaló como pederasta. Ahí, ¿compartiendo una fortuna que cada semana revela un nuevo filón?
Si resucitara Manuel Gómez Morín, se suicidaría de asco. De esos perredistas mejor no digamos nada, porque por no tener no tienen ya ni referentes.
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