Manuel Pérez Rocha
Es explicable que el título de este artículo genere diversas reacciones. A algunos puede hacerles levantar la ceja; a otros, quizá, esbozar una sonrisa burlona: ¿escuela educativa? Sin duda hay escuelas que educan, pero también las hay –y muchas– que deseducan; esto lo saben bien quienes han visto con ojos críticos sus propias experiencias escolares y lo que ocurre a su derredor.
Los críticos de la escuela que no educa han sido muchos; algunos de los más conocidos son Iván Illich, quien abogó por la desaparición de la escuela, y Louis Althusser, quien consideró a la escuela como el aparato ideológico número uno del Estado. Otros críticos notables fueron, por ejemplo, Célestin Freinet y María Montessori, quienes además formularon magníficos proyectos para superar los efectos antieducativos de la escuela tradicional. Son sólo algunos ejemplos de innumerables educadores de diversas latitudes. Muchos años antes, en el siglo XIX, en nuestro país distinguidos liberales hicieron críticas muy sólidas a la escuela entonces dominante, entre ellos Ignacio Manuel Altamirano e Ignacio Ramírez; sus valiosos textos son vigentes porque la escuela deseducadora que ellos abominaron subsiste.
Ahora los reformadores de la educación, como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, la Secretaría de Educación Pública, Mexicanos Primero, Aurelio Nuño y compañía, se afanan en meter en cintura a los maestros para que las escuelas funcionen como debe ser, que se cumpla con la formalidad mínima, esto es, que se cumplan horarios y calendarios, que se cumplan los programas, que los maestros no falten, que no se suspendan las clases, que se obedezca la ley. Para estos supuestos reformadores, educación es igual a escuela y escuela es igual a clases y evaluaciones (ahora extendidas a los maestros). Esta paupérrima y anacrónica visión de la cuestión educativa ha sido avalada y apoyada por el quinteto de supuestos educadores que dirigen el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE). La cortedad de su horizonte lo confirma el comunicado emitido por este quinteto el pasado 7 de julio, en el cual ratifica que su preocupación y compromiso es pugnar por que la escuela garantice aprendizajes de calidad.
Hoy más que nunca es urgente que la escuela vaya más allá de la pretensión de que los niños y jóvenes aprendan conocimientos y competencias. La escuela tiene que asumir la responsabilidad de educar, de extraer de cada niño y joven sus mejores valores y sentimientos, de generar en ellos actitudes, gustos y pasiones (¿hay algo de esto en los reactivos validados técnicamente por el INEE?); además, sin esto no habrá aprendizajes sólidos ni significativos. Ni la escuela puede seguir siendo un espacio burocrático evaluado con indicadores cuantitativos, ni los maestros pueden aceptar ser reducidos a la condición de instructores anodinos proletarizados.
Para que la escuela sea educadora, es necesario que se reconozca la educación como un complejo proceso humano entre humanos, entre personas, entre sujetos que aspiran a ser pensantes y conscientes. Nada más opuesto a esto que imponer un sistema en el que los maestros son controlados mediante el miedo y el soborno. La confianza en el ser humano es el sustrato básico de la educación; sin ella, los educadores se vuelven policías (como hemos visto). La escuela es uno de los pocos refugios donde hoy puede (y debe) pugnarse por combatir los antivalores que dominan a la sociedad capitalista actual: ambición, competencia, competitividad, rivalidad, ganancia, beneficio individual, consumismo, ostentación, engreimiento y frivolidad. La falsa reforma educativa actual privatiza a la escuela mexicana al introducir en ella todos estos antivalores de la llamada iniciativa privada (el capitalismo).
Es indiscutible la creciente desgana de los educandos por la escuela en sus varias manifestaciones; unas evidentes, como la deserción formal (en los niveles en los que los estudiantes pueden decidir por sí mismos no ir más a la escuela); otras, como el desinterés por aprender que se revela en los pobres resultados desde prescolar hasta posgrado. Esto constituye un fenómeno cultural que no se va a resolver sobornando a los estudiantes con becas y más becas ni sometiendo a los maestros con el auxilio de la policía y la gendarmería, porque la causa eficaz no son los maestros y las becas son sólo un paliativo a un problema socioeconómico irresuelto.
La escuela tradicional, burocrática, autoritaria, industrializada, informadora e informatizada nada tiene que ofrecer en un mundo como el actual, en el que la información y los conocimientos fluyen masiva y rápidamente por muchas vías. Si no pudiera cumplir con su función educadora, más valdría que desapareciera, como demandaba Illich. Pero por supuesto que puede cumplir con otra misión, con una misión trascendental: la de prefigurar y preparar otro mundo que es posible y necesario.
Es falso que no haya otro camino (otro mundo), como postuló la señora Margaret Tatcher y hoy dócilmente repiten los administradores y economistas que manejan este país. Ya se ha señalado que a los graves daños económicos y materiales que ha producido el neoliberalismo hay que añadir el daño cultural, consistente en el empobrecimiento intelectual, en la reducción del horizonte humano a un economicismo que domina hoy incluso al ámbito educativo.
La escuela educadora tiene que trabajar a contracorriente. Uno de sus retos es generar en el estudiante la perseverancia necesaria para vencer múltiples obstáculos de diversa naturaleza: económicos, burocráticos, físicos (como el traslado). Pero sobre todo tiene que vencer el obstáculo que significan para los educandos la falta de sentido del conocimiento y la cultura en el mundo actual y la formidable tentación de la alienación en el entretenimiento y la diversión; obstáculo que podrán vencer sólo si, junto con sus maestros, asumen el reto de formarse una cultura propia y pugnar por la construcción de otro mundo.