Cristina Barros
La educación pública ha sido uno de los derechos más valorados por los mexicanos desde que se declaró la Independencia, en 1810. En las Memorias que presentó ante las Cortes de Cádiz en 1812, Miguel Ramos Arizpe lo expresó así: la educación pública es uno de los primeros deberes de todo gobierno ilustrado, y sólo los déspotas y tiranos sostienen la ignorancia de los pueblos para más fácilmente abusar de ellos.
A finales del siglo se llevó a cabo uno de los proyectos educativos más ambiciosos de la historia nacional: el de Justo Sierra Méndez. Con apremiante congoja, con suprema angustia veía don Justo la necesidad de una educación gratuita, obligatoria y laica. Consideraba que “sin la instrucción obligatoria, las instituciones democráticas están incompletas, porque el sufragio universal […] requiere de la educación universal”. Era su convicción que todo programa de gobierno que no descanse en estos dos polos: educación y cultura; educación y justicia, no quiere decir nada ni para la humanidad ni para la patria.
Para él, la educación era el elemento que de mejor manera nos podría fortalecer frente al poder de Estados Unidos que ya había demostrado su intención de avasallar, al arrebatarnos la mitad del territorio. Le preocupaba hondamente que en el país prevaleciera el capital extranjero en la mayor parte de las actividades económicas; esto nos subordinaba, nos quitaba nuestra libertad. Frente a la dependencia había que buscar “el modo de conservarnos a través de […] nosotros mismos”; de otra suerte la planta mexicana desaparecerá a la sombra de otras más vigorosas. Para este educador, resolver esta situación era urgentísimo y magnísimo; consideraba que sólo la educación y nada más que ella pueden hacerlo.
Con energía excepcional, Sierra puso en marcha un proyecto educativo que abarcó desde el jardín de niños hasta la fundación de la Universidad Nacional. Capacitación de maestros, escuelas para adultos, escuelas rurales, educación tecnológica, desayunos escolares, planes de estudio que equilibraban la formación científica con la formación estética y moral, libros gratuitos, difusión cultural: las bases de lo que sería el proyecto educativo de la Revolución Mexicana.
Para lograr estas metas, le escribe al secretario de Hacienda, José Yves Limantour, eran esenciales personas que tuvieran la preparación teórica y experiencial indispensables para mantener normalmente equilibrado un delicadísimo movimiento que más que de carácter administrativo o gubernamental es de carácter sicológico. Y añade: “El control económico, la pesquisa fiscal, la inquisición burocrática son buenos y justos si se quiere y, sobre todo, son estrictamente legales; pero son medios de segundo orden para realizar el programa soberano que la Secretaría de Instrucción Pública tiene a su cargo y que ha sido felizmente sintetizada en esta fórmula: ‘Crear el alma nacional’”.
Quien fuera a realizar esa labor educativa tendría que saber “dirigir con el alma, es decir, con entusiasmo, con fe, con amor […].” Tendría que tener el propósito y el poder de inyectar su espíritu entero en este mundo espiritual y sentimental. No se trata de un trabajo realizado con reglas oficinescas y moralismos de rutina; de hacerlo así, se habría hecho el mal más grave que pueda hacérsele a un organismo en plena evolución, acrecentar la corteza y atrofiar la médula.
Pareciera hoy día que el gobierno va por este segundo camino. Los maestros mexicanos han sido claves para transmitir el ideario nacido de la Revolución Mexicana. Con la represión y la imposición se resquebraja el espíritu, la energía creativa que muchos maestros en todo el país evidencian en su actividad de cada día. Es necesario apelar a lo mejor que hay en ellos para que contribuyan a sacar al país de su postración; la energía vital que desencadenaría un diálogo honesto y transparente entre ambas partes, con acuerdos y propósitos claros que puedan unirnos, sería motivo de verdadera evolución. La imposición a través de mentiras y fuerza policiaca, sólo contribuye a destruir el alma nacional.