martes, 16 de agosto de 2016

AMLO no tiene nada.

Pedro Miguel
El presidente nacional del partido en el gobierno, Enrique Ochoa, ha informado, en su correspondiente 3 de 3, que posee inmuebles por un valor conjunto de cerca de 20 millones de pesos, además de 50 automóviles comprados al contado, más de millón y medio de pesos en obras de arte y activos intangibles por 8 millones.
Por su parte, Alejandra Barrales, presidenta nacional del PRD, tiene una casa en la capital que vale más de 13 millones de pesos, un depa en Acapulco con valor de 8 millones, un departamento más, un terreno en el estado de México, un Mercedes Benz que costó más de medio millón, otro coche (donado) de 220 mil, dinero en el banco (más de un millón de pesos) y acciones en una empresa transportista (medio millón).
Miguel Ángel Mancera, quien formalmente no encabeza ningún partido pero que en los hechos ostenta, por medio de la anterior, el control de la presidencia perredista, tiene una fortuna de 43 millones de pesos, similar a la declarada (no en la 3 de 3) por Enrique Peña Nieto, compuesta por casas, departamentos, locales, menaje de casa, obras de arte, joyas y acciones.
Todo lo anterior ha sido recibido sin novedad por los medios hegemónicos y por la mayor parte de la clase política. En cambio, la declaración 3 de 3 de Andrés Manuel López Obrador, presentada la semana pasada, levantó una ola de críticas iracundas. Varios personeros del régimen se le fueron encima porque les pareció del todo inverosímil que un político con larga trayectora, ex candidato presidencial en dos ocasiones y presidente nacional de un partido, carezca de bienes significativos. El hecho de que AMLO no tenga automóvil propio ni una casa a su nombre ni tarjeta de crédito y que revele sin ambages la modestia de su situación financiera ha enfurecido a priístas, panistas y perredistas. Lo han llamado mentiroso, simulador, hipócrita y demás lindezas.
La situación patrimonial declarada por el dos veces candidato presidencial dista mucho, sin embargo, de ser excepcional: en el mejor de los casos, sólo 20 millones de mexicanos (una sexta parte de la población total) cuenta con tarjeta de crédito; 66 por ciento responde que vive en casa propia, aunque su hogar no esté a su nombre, sino al del cónyuge o al de un pariente; cabe suponer que sólo 20 por ciento o menos de la población ha tenido la fortuna de inscribir su nombre en una escritura inmobiliaria. En cuanto a vehículo propio, Calderón dijo hace cinco años que 44 por ciento poseía uno, aunque cabe suponer que hijos y pareja del propietario real también se ostentan como tales.
No tener coche, casa ni tarjetas de crédito es, pues, representativo de un vasto sector de la población del país. Pero ningún encuestador pregunta al encuestado si tiene más de 20 automóviles, o cuando menos un Mercedes Benz, ni inquiere sobre inmuebles de extremado lujo en Acapulco ni interroga acerca de la posesión de acciones en la bolsa. Se entiende que los individuos poseedores de tales bienes forman parte de una élite minúscula que ni aparece en las cifras del Inegi y que, sin embargo, maneja a su arbitrio los dineros de la nación. Cómo no va a haber crisis de representatividad si se presenta como natural el hecho de que los políticos deban ser o volverse ricos.
Lo correcto, piensa uno, sería indignarse ante la persistente fusión entre las figuras del funcionario y el magnate, así como el cinismo con el que empleados públicos y representantes populares se embolsan, de manera perfectamente legalizada, millones de pesos del erario. Pero la 3 de 3 de AMLO puso ante el espejo a políticos que –uno supone– tendrían que estar más dedicados a atender y resolver asuntos públicos que a multiplicar su dinero y que forman parte de la ínfima minoría de beneficiarios de un país con hambre. Porque, como dice José Mujica, que te guste la plata no tiene nada de malo, pero si te gusta la plata no te metás a la política.
O será que es normal volverse rico en dos o tres décadas de servicio público y que lo monstruoso es estar en la política y no acumular.
Para acabarla de arruinar, la 3 de 3 del tabasqueño hizo claro que ese formato que nos presentaban como un dique mágico contra la corrupción no servirá para maldita la cosa –como no sirve de nada el pomposo Sistema Nacional Anticorrupcion recientemente aprobado– porque si lo llenas de buena fe te llaman mentiroso, lo cual significa que hay suficiente margen para llenarlo con mala fe. Para acabar con la corrupción no es necesario instaurar formatos y mecanismos simuladores ideados en el ITAM ni reformar las leyes; se requiere, simplemente, de voluntad política para cumplir las que existen.
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