Pedro Miguel
Para todo efecto práctico, y aunque no sea plenamente consciente de ello, José Antonio Meade ya declinó en favor de Ricardo Anaya. Lo confirman sus más recientes mensajes de propaganda, cargados de ataques a Andrés Manuel López Obrador, que de tan virulentos resultan inverosímiles, y que en el mejor de los casos (para Meade) no afectarán la sólida ventaja del tabasqueño y en el peor (también para Meade) la alimentarán. Lo confirma también el contenido y el ritmo errático de una campaña que mientras más recursos consume más invisible se vuelve, en el mejor de los casos, o más exaspera, en el peor, a una opinión pública harta del horror priísta y escarmentada de promesas falsas.
De no ser por un deslinde radical y severo ante el peñato, que al candidato tricolor le resulta imposible dadas su debilidad, su inexperiencia política y su falta de dominio del aparato, esa campaña va al fracaso. De muy poco o de nada sirve el recambio de presidente en el PRI y el cambio de correlación de fuerzas en favor de los dinosaurios y en perjuicio de los tecnócratas por la simple razón de que Meade no sólo carga con sus propias fragilidades sino con el acumulado de descontentos sociales generado por el ciclo neoliberal, el cual, por primera vez en 30 años, ha tomado una forma electoral masiva, incuestionable y rotunda.
Por lo demás, si hubiera en el equipo del ex secretario de Hacienda una intención real de competir por la Presidencia, su táctica tendría que pasar por disputar y ganar el segundo lugar de las preferencias electorales a Anaya, para entonces dar la pelea en contra de López Obrador. Pero no: el aparato al servicio de Meade sigue lanzando invectivas llenas de fobia en contra del lejanísimo puntero. La difusión de las propuestas propias ha dejado de ser una prioridad y cuando son expresadas resultan patéticas; por ejemplo, su ocurrencia del muro mexicano en la frontera con Estados Unidos está condenada a emparentar, por obvias razones, con el trumpismo puro y duro, por más que el abanderado priísta haya pretendido acuñar una metáfora y se refiriera a una mezcla de disposiciones gubernamentales, medidas policiales y parafernalia tecnológica.
Parecería masoquismo y afán de autodestrucción, pero es muy probable que sea otra cosa. Lo sepa o no, el estado mayor del priísmo le está regalando al panista un margen para crecer en las preferencias y ocupar de manera natural el espacio del candidato del régimen, el único abanderado de la cruzada antiobradorista con posibilidades de poner a salvo los intereses inconfesables del grupo en el poder y de sus aliados empresariales.
Así las cosas, mientras Meade deja en segundo lugar la comunicación de su programa y se especializa en la campaña de lodo en contra del tabasqueño, el panredista pone el acento en promesas que, aunque sean copiadas de López Obrador o mera demagogia insustancial, como la renta básica, pueden ganarle intenciones de voto en el campo del antipejismo irreductible –el que generó la campaña sucia de Felipe Calderón en 2006–, entre los temerosos y los indecisos. Es decir, Meade y Anaya trabajan en equipo.
Lo anterior no es necesariamente indicador de un pacto secreto o de una conjura. Podría ser que el aspirante presidencial de la coalición oficialista no quiera o no pueda competir con Anaya por el segundo lugar por presiones descoordinadas de distintas facciones oligárquicas, porque su equipo de campaña esté en la Luna o, simplemente, porque carece de todo discurso crítico ante el queretano, habida cuenta de que las posturas de ambos son, fundamentalmente, la misma postura: mantener el acuerdo implícito transexenal de defensa de la corrupción, la impunidad y el neoliberalismo supeditado a Washington y asumir la defensa (a muerte, dijo el Meade que da miedo) de las reformas estructurales del peñato. O sea, más de lo mismo.
Sería una torpeza no reconocer las agudas diferencias que subsisten entre el priísmo y el panredismo, por más que ninguna de ellas tenga que ver con programas y plataformas sino más bien con intereses en conflicto y enemistades personales. Pero, en tanto el bando del régimen –es decir, el bando antiobradorista– las procesa y las gestiona, el candidato presidencial de Peña ha quedado reducido a carta de negociación con la coalición panista-perredista y a promotor de los aspirantes legislativos del viejo partidazo. Para todo efecto práctico, y aunque no sea plenamente consciente de ello, Meade ya declinó.
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