jueves, 20 de diciembre de 2018

Contra evaluación, autoevaluación.

Abraham Nuncio
El dominio del modelo neoliberal capitalista responde en buena medida, y de aquí su sesgo neocolonial, a fuerzas externas vinculadas o identificadas con sus procesos y organizadas en instituciones internacionales.
La globalización tiene en ellas uno de sus principales ejes de sujeción mediante los cuales se manipula, con frecuencia, prestigio y desprestigio para obtener legitimidad de las propias sociedades dominadas. Las calificadoras, certificadoras y otras palomeadoras, no son más que empresas que buscan ganar con quienes contratan en el plano internacional y, también, en el plano nacional. Algunas de las instituciones operan, con aparente autonomía, como extensión especializada de las Naciones Unidas. En los hechos son la actualización de los agentes al servicio de lo que fueron el Real y Supremo Consejo de Indias y la Casa de Contratación de España, la Compañía Británica de las Indias Orientales y sus semejantes de otras potencias coloniales.
Las pruebas de inepcia y parcialidad de esas instituciones internacionales se han hecho evidentes en las menos sospechadas de esos y otros vicios, como lo es la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. ¿No ha sido incapaz esta comisión de indagar y sancionar, por ejemplo, las invasiones y guerras de agresión de Estados Unidos a otros países? ¿Y no se ha prestado de igual manera para señalar a Cuba como país infractor de los derechos humanos, señalamiento sistemático que ha servido para justificar el bloqueo criminal de la potencia imperialista a un país que no ha querido someterse a los dictados del capitalismo financiero?
Esas instituciones nos dan trato de menores incapaces de regular su conducta y menos de autocorregirse. Desde luego, en algunos casos, les damos pie para ello. La llamada reforma educativa de Peña Nieto y su organismo evaluador (el Instituto Nacional de Evaluación Educativa) del trabajo magisterial, ya desaparecido (¡qué bien!) obedece a esa pauta. Su mensaje subyacente era, sin duda: ustedes no son capaces de autoconocerse, de enseñar adecuadamente; tampoco de autoevaluarse. (A la primera falta, quedan despedidos). Los maestros se inconformaron, pero su propuesta para brindar un mejor sistema de enseñanza fue insuficiente.
En el curso neoliberal, sus autores nos han hecho perder confianza en nosotros mismos y actuar, en consecuencia, sin responsabilidad. Preciso es recuperarlas. En el caso de la educación, urge buscar las formas de mejorar el trabajo, la capacidad, la calidad y el cometido de sus responsables.
La vía más eficaz para ello es la autoevaluación. Aquí, simplemente, relato una experiencia personal. A veces, el prurito de objetividad censura todo aquello relacionado con la subjetividad de quien emite juicios para la opinión pública. A mí me parece, como lo pensaba Dostoyevski, que nada hay más honesto que hablar de sí mismo.
Como muchos aspirantes a la docencia en el Colegio de Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México debí presentar un examen de capacidad. El magnífico proyecto de Pablo González Casanova, su entonces rector, y la coordinación inteligente de Manuel Pérez Rocha hicieron de ese espacio educativo una experiencia de novedad y renovación para un numeroso sector de maestros y alumnos.
Partícipe de uno de los grupos magisteriales organizado en academia, mi improvisación pedagógica me obligó a una búsqueda vehemente para remontarla. Esta búsqueda no fue individual, sino colectiva. En nuestra academia –la del taller de Lectura y Redacción– todos, recuerdo que sin excepción, tratábamos de aportar al proceso de enseñanza-aprendizaje. Las lecturas de Jean Piaget, Célestin Freinet, John Dewey, María Montessori, Alfonsina Storni y, sobre todo, la de Paulo Freire formaron parte de nuestras búsquedas. Y no eran sólo las lecturas de destacados educadores, sino los inventos didácticos y pedagógicos de más de un maestro que eran aportados para provecho de todos.
Nuestra academia decidió, en asamblea, elegir un coordinador y no dejar que éste fuera nombrado por la administración. La elección –grata sorpresa– recayó en mí. Mi responsabilidad no fue dar cuenta de ella a un administrador más o menos lejano, sino a mis compañeros, siempre exigentes, puntuales, sobre los temas académicos y los problemas cotidianos que ambos entrañaban. Nunca hubo uno de esos temas y problemas, nunca un error magisterial o de gestión de parte de nadie que no se debatiera. Más aún, nuestra capacidad docente decidimos que fuera evaluada por la academia y complementada por los alumnos como guía para elevar la calidad de nuestro trabajo.
Los jóvenes educadores, muchos provenientes del movimiento de 1968, volvieron practicable la democracia como principio educativo. Esta práctica se me presentó por primera vez como un método que permite tener en el aprendizaje el otro brazo de la enseñanza. Desde entonces he intentado desarrollarlo y actualizarlo a lo largo de mi vida.