Gustavo Gordillo
Hay polarización en el país, pero es necesario diferenciarla en dos ámbitos.
En el ámbito de la opinión pública existen segmentos polarizados a partir de estereotipos. En uno, todo lo que haga Andrés Manuel López Obrador conduce inexorablemente al debilitamiento de la democracia. En otro, toda crítica al actual gobierno proviene de los enemigos de la transformación. Se trata de minorías intensas, porque en el espacio público predominan la posiciones matizadas y sustentadas a menudo en argumentos y no en prejuicios. Aun así las posiciones extremas contaminan el espacio necesario que podría llevar a sólidas deliberaciones públicas que, sobre todo, reconozcan la otra polarización.
En el ámbito de las sociedades locales –urbanas y rurales– ocurre una verdadera polarización social, cuyas expresiones externas son los linchamientos, los ataques armados a comunidades, las guardias de autodefensa, las agresiones entre alumnos, la población desplazada por la violencia y los incidentes cotidianos de agresión individual en calles, bares y estadios deportivos. El hilo conductor es la constatación de la ausencia del Estado y el recurso a la justicia por propia mano. Estas expresiones espontáneas culminan en explosiones violentas y luego se disipan ante la debilidad de mecanismos de intermediación política. Pero ahí está concentrada la gran acumulación de enojo y rabia que habita en nuestro país.
En mi entrega anterior señalaba que el gobierno de López Obrador enfrentaba cuatro tipos de restricciones. En esta me refiero a la cuarta restricción que tiene que ver con el Estado, sus burocracias, sus aparatos, en donde predomina la fragmentación y la captura de distintas franjas por poderes fácticos.
Casi toda la conversación pública en semanas recientes se relaciona de distintas maneras con la debilidad, las deformaciones y las ausencias del Estado. El tema de la reforma del Estado es clave, porque sin ella difícilmente se podrán implementar muchas promesas de campaña de López Obrador o de las contrapuestas de la oposición, expertos, académicos o diversos tipos de agrupamientos. Este debiera ser el espacio privilegiado para la construcción del andamiaje de la deliberación.
La reforma del Estado generalmente transita por dos vías: desde el Estado mismo producto de élites ilustradas que la realizan de manera preventiva frente a grandes o potenciales rupturas sociales. O, por otro lado, desde los arreglos institucionales negociados con actores sociales.
La primera reforma desde arriba, rápida, quirúrgica, elaborada casi desde un laboratorio del poder, a menudo desemboca en exclusión e improvisación. Otra, dado que su aspiración es de amplia inclusión, es gradual, sin dejar de atender los problemas urgentes y con momentos de transformaciones profundas.
La reforma del Estado en democracia requiere acumulación de energía social, impulso al desarrollo de actores sociales locales, regionales y nacionales, evidencias empíricas sólidas que sustenten diagnósticos y políticas.
Por lo pronto propongo algunos textos que, me parece, pueden iluminar esta construcción de la deliberación. Uno se refiere a la coyuntura actual del país. Es el texto elaborado por varios amigas y colegas: La construcción política de la confianza, del Instituto de Estudios de la Transición Democrática (IETD, 2018). Por otro lado, el mejor análisis a mi juicio de los peligros que enfrenta la democracia, por Nadia Urbinati ( Democracy disfigured, Harvard Press University, 2014), que encuentra tres deformaciones de la democracia contemporánea: la impolítica o antipolítica, la populista y la plebiscitaria. Finalmente, el texto más reciente del gran historiador económico Adam Tooze ( Crash, Editorial Crítica, 2018), que narra minuciosamente cómo ocurrió la crisis de 2008 y sus múltiples impactos en el mundo contemporáneo.
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