lunes, 18 de mayo de 2020

Delinear lo posible.

León Bendesky
A lo largo de la pandemia se ha conformado una serie abundante de posibles escenarios sociales que surgirían como consecuencia de este virus. Se plantean desde distintas perspectivas políticas e ideológicas; apuntan a diversas formas de reconfiguración, ya sea del ejercicio del poder, de los modos de control social, de las relaciones personales, etcétera.
Se dice que nada será como antes y no podría serlo. Nadie lo sabe y menos aun se puede delinear si eventualmente ese nuevo entorno será mejor o no. En muchos casos, en la nueva prédica, se puede reconocer lo que se pensaba de antemano, cuando no había irrumpido el virus. Como si la pandemia reivindicara esas presunciones.
La noción del futuro que podemos tener está cargada de concepciones del pasado, sin admitir que existen discontinuidades. Hay ideas que ya han caducado. No hay vaticinios que sean valederos; el de profeta es un oficio delicado, práctica que no debe abusar so pena de ser irrelevante. La configuración de lo venidero se está gestando a diario en las decisiones que se toman en las arenas pública y privada.
Tal vez distopías, como las planteadas por Orwell y Huxley, entre otros, sean una forma adecuada de aproximarse a esta situación. Después de todo no han fallado por mucho en las visiones que ofrecieron. En todo se advierten los residuos de ideas ya concebidas antes y durante la globalización.
Se celebra el resurgimiento del populismo, que utiliza la pandemia para reforzarse, junto con un resucitado nacionalismo radicalizado, que a veces se parece más a un provincialismo sin horizontes. Ambos se cultivan con crecientes ánimos, en una suerte de variaciones sobre un mismo tema, como si hubiera amnesia histórica.
Se proclama, en ocasiones, que el autoritarismo lleva una ventaja y así se embiste en contra de la democracia, valor cultural, ciertamente imperfecto, que no debería ponerse en riesgo.
Se han restringido las libertades individuales en aras de combatir el virus. En muchos casos se ha impuesto la coerción de tipo policiaco. De tal manera la tentación anarquista puede ser grande, como puede verse ya en algunos países. La creciente fragilidad social, que se ha ido creando durante décadas y que se ha exacerbado de modo brutal con la pandemia, alienta el cuestionamiento de los regímenes democráticos y muchos políticos y grupos de poder lo explotan en su favor, como no podría ser de otra manera.
Pero está, asimismo, la realidad ineludible de la desigualdad, que hace imposible para muchos confinarse y cargan con consecuencias muy graves y onerosas. La pandemia no es equitativa.
En todo caso, cualquier escenario social que vaya surgiendo ahora requiere una base material para superar la afectación económica. Deben satisfacerse las necesidades de la población, que se han acumulado en semanas recientes, recrear la ocupación y generar ingresos. No sólo de pan vive el hombre, pero necesita de pan para vivir. Esto no puede quedar fuera de ningún postulado político, no puede faltar en un plan económico de reactivación ni puede omitirse de ninguna premisa de índole moral.
Se sabe que las fuerzas del mercado no consiguen crear ajustes que generen equilibrios en la producción y el empleo, que no logran elevar el nivel de bienestar de una parte grande de la población y que la desigualdad es un fenómeno extendido y creciente, que el sistema de los precios no asigna eficientemente los recursos. Entonces, no puede pensarse que la reactivación económica que ya se promueve, aun estando en medio de la pandemia, se conseguirá sin intervenciones decisivas de parte del gobierno y también con los recursos privados, los pequeños que se han dañado mucho y los grandes.
La pandemia ha provocado un daño económico muy severo. En este caso, ningún escenario que se formule sobre este asunto puede pretender siquiera en ninguna parte que las cosas serán como antes. Ese daño se expresa en muchas dimensiones. Las decisiones de corte general son clave para conseguir una recuperación, pero lo son aun más las de naturaleza específica para que se puedan rehacer las bases de la vida cotidiana, la salud perdida, los patrimonios maltrechos, los inventarios liquidados, recrear cierto nivel de bienestar.
El daño provocado por la pandemia ya está hecho y tiende a crecer. La ocupación informal va a aumentar, el empleo formal se contraerá fuertemente, igual que las inversiones.
No hay en ninguna parte un conjunto de medidas de política pública que consiga sobrepasar sin fricciones el impacto adverso del virus en la actividad económica, sobre todo en el ingreso de las familias; recrearlo mediante el trabajo es prioritario.

Recuperar el apetito
Gustavo Esteva
La batalla principal de la guerra en que estamos se librará en el estómago.
Desde los años treinta no se veía una cola como la de ahora en el Gran Depósito de Alimentos de Chicago o en los millares de kitchensoups (cocinas populares) que distribuyen despensas gratuitas en Estados Unidos. Muchísima gente no tiene para comer. Antes de la emergencia, más de 800 millones de personas en el mundo se iban cada noche a la cama con el es­tómago vacío. El número aumenta todos los días. En los próximos meses, según los especialistas, aparecerán hambrunas como no se veían desde la Edad Media.
Millones de personas, en México y Estados Unidos, perdieron sus empleos. Muchas no los recuperarán. Casi todas ellas deben ser alimentadas. En México se ocuparon de eso cárteles y organizaciones caritativas en la emergencia. No podrán hacerlo indefinidamente. Deberán crearse dispositivos para ­alimentarlas.
Restaurantes y fondas lograron sobrevivir preparando comida para llevar. Además, vendieron por teléfono o en línea. Uber Eats tuvo más clientes que nunca. Muchos de ellos seguirán siéndolo después de la emergencia. Les gustó.
Millones de personas, en todas partes, hicieron desde su casa tareas de su empleo. La tendencia, que apareció desde antes de la emergencia, se aceleró con ella. Tiene muchas ventajas para los empleadores. Quienes son así obligados a convertir su casa en lugar de trabajo optan por servicios de comida preparada. No les queda tiempo para cocinar.
Por estas y otras condiciones semejantes, el agronegocio intensificará su acción devastadora y generará más pandemias. Las ricas pampas argentinas seguirán empleándose para alimentar puercos chinos y el Amazonas será fábrica de soya. Si lo permitimos, nuestras mejores tierras llevarán a México al primer lugar en el mundo en la exportación de espárragos, garbanzo y quizá berenjena, espinaca y apio. Seguiremos exportando cerveza, tomate, chiles y pimientos, lo mismo que sandía, pepino, limón y aguacate. Los cárteles controlan ya algunos de estos cultivos. Son más productivos que la droga.
El agronegocio y los sistemas de distribución se unen para determinar y controlar patrones de consumo. Les encanta alimentar a la gente en su casa; si pudieran lo harían en la boca, como con bebés. En ese terreno se observa ya la resistencia: en Estados Unidos la gente cerró o impidió abrir 400 tiendas Walmart, por la forma en que eliminan pequeños establecimientos de los propios ­habitantes.
La asociación entre consumidores urbanos y productores rurales con ventajas para las dos partes empezó aparentemente en Japón. La idea llegó a Alemania y otros países y se hizo epidémica en Norteamérica. Es Community Supported Agriculture en Estados Unidos y Community Shared Agriculture en Canadá. Miles de esos grupos estaban en operación muy satisfactoria para las partes cuando llegó el virus. Se produjo una explosión. Parece que el número de grupos se duplicó.
En forma paralela estaba avanzando el cultivo en casa, desde una maceta en el balcón hasta un jardín completo de vegetales en el patio trasero. A veces eran tomates reaccionarios: seguían la moda, en una competencia individualista que empezaba comprando semillas y químicos en Walmart. Otras veces eran tomates revolucionarios: formaban la semilla de una comunidad urbana que pronto abarcaba otros aspectos de la vida cotidiana. El potencial de la llamada agricultura urbana es realmente enorme. La emergencia la impulsó como nunca.
Se ha producido un renacimiento inesperado del cultivo en comunidades rurales que establecieron su cerco sanitario. Parece que este año no será tan malo como el anterior y todo mundo está sembrando. Se incorporan fluidamente a la tarea los migrantes que regresan, tras pasar la cuarentena que les imponen sus pueblos; recuperan así la milpa que habían abandonado. El cerco no deja pasar los refrescos de cola y otros alimentos chatarra. Una lucha que registraba poco avance, para combatir obesidad, diabetes y todo tipo de males, cobró impulso inusitado.
Se extiende la conciencia que Eduardo Galeano formuló como nadie: En estos tiempos de miedo global, quien no tiene miedo al hambre tiene miedo de comer. Los alimentos del mercado nos enferman y matan. Es el momento de encarnar la noción de soberanía alimentaria que lanzó Vía Campesina: determinar por nosotros mismos lo que comemos… y producirlo.
La semana pasada surgió una escasez peculiar en Nueva York y otras grandes ciudades: se acabó la levadura para hacer pan. Miles de familias estaban recuperando tradiciones y habilidades para preparar su propia comida. En ese territorio, en el estómago, se libra hoy la batalla principal. Mucha gente aprendió con la emergencia que su casa puede dejar de ser mero dormitorio y sala de televisión y constituir de nuevo un hogar en que se practique cotidianamente el arte de comer, el arte de habitar, la dicha de vivir.
gustavoesteva@gmail.com