Luis Hernández Navarro
Se cumplen 20 años de La marcha del color de la tierra, la travesía zapatista por 12 estados que sacudió el México profundo. Entre el 24 de febrero y 28 de marzo de 2001, 24 rebeldes recorrieron 3 mil kilómetros de carretera, llenaron plazas a su paso y pusieron en el centro del debate político una disyuntiva radical: construir un país para todos o una nación para unos cuantos.
La movilización comenzó con la luna nueva. Su fragancia fue la de las grandes marchas de Martin Luther King por los derechos de los afroestadunidenses en la década de 1960, la de los levantamientos indígenas de Ecuador y la de las jornadas de lucha indias de Bolivia. Nacidas de una situación límite en los rincones más recónditos, estas protestas subieron y bajaron montañas para llevar su palabra y su presencia al corazón político de sus naciones.
La marcha fue parte del ciclo de movilizaciones del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) fuera de Chiapas, iniciada en octubre de 1996 con la salida de la comandanta Ramona y la fundación del Congreso Nacional Indígena (CNI), la caravana de los de mil 111 hacia la Ciudad de México, en septiembre de 1997, y la consulta de marzo de 1999.
En su arranque, más de 20 mil bases de apoyo del EZLN ocuparon pacíficamente las calles de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, para despedir a su delegados. A partir de ese momento, ciudad tras ciudad, pueblo tras pueblo, las muestras de apoyo popular se intensificaron, hasta desembocar en la apoteótica concentración en el Zócalo de la Ciudad de México del 11 de marzo.
El objetivo explícito de la jornada fue encontrarse con el Congreso de la Unión para dialogar sobre la iniciativa de reformas constitucionales sobre derechos y cultura indígenas elaborada por la Cocopa.
El EZLN anunció la realización de la marcha un día después de la asunción de Vicente Fox. Ajena a las disputas palaciegas, la movilización se convirtió en el principal desafío a su Revolución conservadora, con cientos de miles de gentes en las calles y la cobertura de medios masivos de comunicación. Para pavor de los empresarios, que llegaron al extremo de recomendar encerrarse esos días en sus casas, logró que pobres urbanos y rurales se sumaran a la causa indígena con cálido entusiasmo.
La expedición despertó una imparable ola de adhesión indígena. El 27 de febrero, en Tehuacán, Puebla, Concepción Hernández Méndez, la abogada del pueblo, incansable luchadora por los derechos humanos, les dijo pausadamente a los delegados rebeldes, como si estuviera declamando una ancestral poesía, que hacía suya la expedición por la dignidad indígena. “La vivimos como nuestra –dijo–, porque en ella se guarda la semilla que hoy queremos que comience a germinar. Tu corazón está en nuestra palabra india. Tu razón de ser está en nuestros derechos. En tus logros y objetivos está depositada nuestra esperanza. En la marcha están las posibilidades de que podamos llegar a un mañana cargado de esperanza. Esta es la hora de los pueblos indios.”
El 11 de marzo, ya en la Ciudad de México, los zapatistas se trasladaron desde Xochimilco hasta el Zócalo, a bordo de un camión Kenworth con el logotipo de EZLN en la cabina y la plataforma descubierta. Una enorme manta en su costado izquierdo rezaba: Nunca más un México sin nosotros. Durante el trayecto de 16 kilómetros, decenas de miles de personas salieron a calles, balcones y azoteas a vitorearlos. Fue una marcha histórica, escribió Eduardo Galeano. Emiliano Zapata entró por segunda vez al DF, asentó.
En un discurso memorable, el subcomandante Marcos resumió: En este viaje, los indígenas hemos visto el mapa de la tragedia nacional, desde Chiapas hasta el Zócalo, el centro del poder, y hemos ido ganando una flor de dignidad morena. Añadió: Es la hora de los pueblos indios, del color de la tierra, de todos los colores que abajo somos y que colores somos a pesar del color del dinero.
Finalmente, en un hecho histórico, el 28 de marzo los zapatistas y el CNI hablaron en la tribuna de San Lázaro. Es un símbolo también que sea yo, una mujer pobre, indígena y zapatista, quien tome primero la palabra y sea el mío el mensaje central de nuestra palabra como zapatistas, expresó allí la comandanta Esther. Agregó que el país que quieren los rebeldes, es uno donde se reconozca la diferencia y se respete. Donde el ser y pensar diferente no sea motivo para ir a la cárcel, ser perseguido o para morir.
Pese a la enorme movilización, en lugar de saldar la deuda histórica del Estado mexicano con los pueblos originarios, el Congreso de la Unión la incrementó, al legislar una caricatura de reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas. Apostó por un país para unos cuantos. No se puede entender el México de hoy al margen de esta traición. Se abrió entonces un foso entre la clase política y los pueblos indios que continúa abierto hasta hoy.
La marcha de color de la tierra tuvo tras de sí raíces y razones de largo aliento. A diferencia de otras protestas, las nacidas de exigencias de reconocimiento y dignidad de los pueblos originarios distan de ser episodios fugaces. El zapatismo sobrevivió a la felonía de los partidos. Fiel a los pueblos que le dieron vida, se rehízo en la ruta de la autonomía sin pedir permiso. Como lo hizo hace 20 años, ahora se prepara para otra travesía rumbo a la esperanza, pero con una estación de llegada distinta: la Europa de abajo.
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