Lo conseguido por las clases explotadas está precedido del sacrificio consciente de miles de vidas. No importa si ha sido bajo las balas, en campos de concentración, cárceles o la tortura. La dignidad ha sido el referente. Valentía, integridad, defensa del bien común y esfuerzo. Peter Bieri, en su ensayo La dignidad humana, subraya: No carece de dignidad aquel que fracasa en la autonomía porque le falta la visión de conjunto del pensamiento y tropieza. Uno puede equivocar el camino y perderse; puede estar demasiado exigido. Esto no entierra la dignidad. Se pierde solo cuando se pierde de vista la autonomía como criterio, o falta desde el principio. No es indigno el esfuerzo fracasado, sino el esfuerzo ausente.
Muchas han sido las batallas por la dignidad. Pocos recuerdan que el derecho de huelga y mejora en las condiciones de trabajo viene precedido de represión, matanzas, despidos y muertes. Su práctica, no ha sido concesión de los empresarios, quienes ejercen la violencia para criminalizar su ejercicio. Sirva de ejemplo la huelga en el Egipto faraónico mientras gobernaba Ramsés III; corría el año 1152 antes de nuestra era. Los artesanos empleados en el Valle de los Reyes denunciaron corrupción, castigos e impago de salarios. Eran escultores, pintores, escribas y albañiles. Así se manifestaron: tenemos hambre, han pasado 18 días de este mes, hemos venido aquí empujados por el hambre y la sed; no tenemos vestidos, ni grasas, ni pescado, ni legumbres. Ocuparon templos, hicieron sentadas, construyeron una plataforma reivindicativa y triunfaron. Igualmente, la lucha de los esclavos por su libertad, está llena de heroísmo y dignidad. Una en particular ha pasado a la historia, la de Espartaco, quien juró nunca volver a servir a Roma. Huyó con menos de 200 compañeros y forjó un ejército de 60 mil combatientes. Ganó batallas como Vesubio; luego vino la derrota. Sin embargo, el miedo de la plutocracia obligó a mejorar las condiciones de vida de los esclavos. Su cadáver nunca fue hallado. La historia fue relatada por Howard Fast, quien en 1951 editó su novela con fondos propios. En Haití, la rebelión de los esclavos fue el inicio del movimiento emancipador en América Latina (AL). Toussaint Louverture o Jean Jaques Dessalines fueron sus líderes. Las luchas por los derechos civiles de la población afroestadunidense o contra el apartheid en Sudáfrica están asociadas a Martin Luther King y Mandela. En Nicaragua, el general de hombres libres Augusto César Sandino se enfrentó a la invasión estadunidense. Sin olvidar las luchas feministas en AL que recuerdan a Micaela Bastidas, en Perú, estratega de la rebelión de Túpac Amaru; Juana Azurduy, hoy reconocida como generala de los ejércitos libertadores; la mexicana Elena Arizmendi, presidenta de la primera Liga Internacional de Mujeres latinoamericanas en 1920, y qué decir de la ecuatoriana Matilde Hidalgo, quien luchó por el derecho al voto de las mujeres. En el siglo XX, la chilena Gabriela Mistral, la cubana Haydée Santamaría, las madres de la Plaza de Mayo, la comandanta Ramona del EZLN y la literata chilena Mónica Echeverría, cuya lucha contra la dictadura es digna de ser reseñada.
En este siglo las luchas por la dignidad persisten. Las justas, aquellas inevitables que tienen en el horizonte los derechos humanos, la justicia social, la igualdad, denunciar el machismo y el patriarcado. Todas, sin excepción, beben de quienes han regado el camino de la dignidad, parafraseando el poema de Violeta Parra dedicado al militante comunista español Julián Grimau, fusilado por el franquismo en 1963.
La dignidad entendida como decisión de actuar. La dignidad como manera de entender la vida. ¿Acaso no es este el mensaje del EZLN? “Hablamos con nosotros mismos, miramos hacia dentro y miramos nuestra historia […] vimos que no todo nos había sido quitado, que teníamos lo más valioso, lo que nos hace vivir, lo que hacía que nuestro paso se levantara sobre plantas y animales…, y vimos hermanos, que era dignidad todo lo que teníamos y vimos que era grande la vergüenza de haberla olvidado, y vimos que era buena la dignidad, para que los hombres fueran otra vez hombres.” Lo poco y nada que se ha ganado, que en perspectiva es mucho, está sembrado de dignidad, de la cual carecen las plutocracias, indignas y cobardes. Matan y asesinan.
Asistimos a las batallas contra los megaproyectos, contra el neoliberalismo. Son luchas por la dignidad. Hoy se cobra la vida de dirigentes sindicales, como Berta Cáceres, en Honduras, el militante zapatista José Luis Solís López, Galeano, en Chiapas, Camilo Catrilanca o Matías Catrileo Quezada, miembros del pueblo mapuche. Periodistas que destapan la corrupción son acribillados a balazos, maestros, campesinos, estudiantes, jóvenes de nuestra América, riegan con su esfuerzo, valentía y sangre, el camino de la dignidad. Mientras, las trasnacionales y los gobiernos cipayos crean y financian la acción de grupos paramilitares, militarizan y mandan a las fuerzas armadas que disciplinadas asesinan en nombre del poder y del dinero. Sin embargo, no han logrado su objetivo: humillar, denigrar y destruir la lucha por la dignidad y una vida plena.
Despojo público, beneficio privado
Abraham Nuncio
Carlos Salinas de Gortari justificó la privatización de numerosas empresas públicas señalando que era injusto tener un Estado rico con un pueblo pobre. Y así el pueblo pobre se tradujo en un puñado de empresarios. Uno de ellos se quedó con Teléfonos de México y pudo convertirse, de repente, en el hombre más rico del mundo. ¿Nada le ha quedado de tal transa-cción al privatizador?
Los mexicanos podemos tener en el derecho a la sospecha un instrumento legítimo. Lo podemos basar en la experiencia histórica. Una experiencia que se sistematizó con los gobiernos civiles, medio siglo atrás del mandato salinista. A cada ventaja ofrecida por el gobierno a un empresario o grupo de empresarios resultaban beneficios privados no sólo para los abiertamente beneficiados, sino para el mandatario y su familia.
Miguel Alemán, después de una exploración por los sistemas televisivos de Europa y Estados Unidos, concluyó que el sistema de la televisión privada de Estados Unidos era el que mejor convenía para México. No fue por azar que Miguel, su hijo, llegara a ser vicepresidente y presidente ejecutivo de Televisa, la empresa paraoficial que por décadas monopolizó, prácticamente, el espectro televisivo del país.
Los presidentes mexicanos se fueron convirtiendo, cada vez más acentuadamente, en empresarios privados que gozaron del apoyo de sus predecesores y del régimen. Su doble camiseta la usaron no para fortalecer el ámbito público del país, sino su patrimonio personal y el de su familia.
Conocido y también marginado de la mirada política y noticiosa es el episodio en que los hijastros del presidente Vicente Fox se vieron envueltos en maniobras ilícitas a través de la empresa naviera Oceanografía. La Cámara de Diputados creó en el sexenio de Calderón una comisión especial para investigar el caso. Sus labores la condujeron a señalar a los hermanos Bribiesca Sahagún como responsables de diversos delitos: tráfico de influencias atribuible a Marta Sahagún ante Pemex, el infalible punto de venta, compra, fraude, dispendio y abuso a manos llenas de funcionarios de todos los niveles, empezando por el Presidente de la República; información privilegiada que, todos debieran saber, se sanciona; delitos fiscales, entre ellos evasión fraudulenta de impuestos, y dudoso origen de los recursos económicos operados por los Bribiesca.
Las bancadas de PAN y PRI votaron para dar carpetazo a la investigación. En ambos partidos se sabía que destapar una de las lesiones económicas a Pemex era dejar al descubierto no sólo a un presidente –Fox–, sino a sus predecesores. Si se habían aliado para evitar que llegara Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia, ¿por qué no iban a extender su complicidad a la gestión de uno de los principales de la alianza?
El insuficientemente regulado presidencialismo mexicano permitió a Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto disponer del patrimonio público para hacer componendas y negocios sucios con el hemisferio privado del Estado.
Negocio sucio es privatizar los ferrocarriles antes nacionales, y luego de dejar la Presidencia, como hizo Zedillo, pasar a ser miembro del consejo de administración de la Union Pacific; no un simple asesor de consejos similares de otras diversas empresas trasnacionales a las que también ha servido, sino un accionista de la empresa a la que él vendió bienes de los que despojó a la nación.
Sucio igualmente fue inhibir la capacidad energética del país, por decisión de Felipe Calderón, para ofrecer contratos leoninos –por decir lo menos– a la trasnacional Iberdrola, denunciada por soborno. Más tarde, Calderón asumiría como miembro del consejo de administración de Avantgrid, filial de Iberdrola en Estados Unidos. Calderón continuó, además, la privatización de nuestras más grandes minas de oro y plata cuya extracción significó en sólo 10 años de este siglo, como ha publicado La Jornada en diversas ocasiones, el doble de lo que se extrajo de esos metales durante la colonia (ver México SA, 8/3/21).
Finalmente, Peña Nieto. Chiste fue lo de la casa blanca. La reforma energética impulsada por él, mediante el siniestro pacto PRI-PAN-PRD, implicó el reparto de miles de millones de pesos para que el Poder Legislativo aprobara la reforma constitucional a las leyes en la materia. Las concesiones a empresas nacionales y extranjeras terminaron por desnudar al país de su soberanía energética. Una traición de graves consecuencias que sus beneficiarios y seguidores, con hiperbólicos aspavientos mediáticos, intelectuales y empresariales han querido impedir que se revierta atacando, por donde pueden, al gobierno que preside Andrés Manuel López Obrador. Y a cualquier mención suya sobre el pasado, de donde vienen nuestros males de mayor calibre, le exigen que no se escude en él. Sobre todo, cuando denuncia sus casos más gruesos.
El capitalismo encontró un perfecto modus operandi en la corrupción entre inversionistas y funcionarios públicos de México. Sus protagonistas necesitan que vuelva. Les urge. Y comprarán todo lo mediática y electoralmente comprable para que vuelva rebosante.