Enmedio de la tragedia que produce el mayor número de muertes diarias por el coronavirus en todo el mundo –son casi dos fallecimientos por minuto en los pasados 15 días–, Brasil vive una situación insólita, retrato perfecto del caos imperante: el gobierno genocida del ultraderechista Jair Bolsonaro cuenta con dos ministros de Salud.
Uno, que sigue trabajando, el general en activo Eduardo Pazuello, y otro, ya elegido y anunciado, el cardiólogo Marcelo Queiroga. Dos ministros y ningún programa efectivo de coordinación nacional, mientras los cadáveres se apilan cada día, los hospitales públicos y privados se acercan al colapso, se agotan medicamentos esenciales para combatir el Covid-19, en casi todo el país también el oxígeno se acerca al agotamiento y las vacunas no llegan.
El general permanece en el puesto mientras Bolsonaro trata de encontrarle otro ministerio, o al menos algún puesto con grado ministerial, para asegurarle protección constitucional e impedir que los juicios e investigaciones policiales sean enviados a la justicia común.
Ya el cardiólogo anunció cuál será su primera iniciativa tan pronto asuma el puesto: visitar hospitales en varias partes del país.
No se trata, sin embargo, de buscar una acción coordinada para evitar el colapso generalizado de las unidades de terapia intensiva. Queiroga quiere verificar personalmente si éstas se encuentran efectivamente ocupadas y si los decesos por Covid-19 no ocurrieron a causa de otra enfermedad.
Más que absurdo, el anuncio del futuro ministro es buen reflejo de la crueldad imperante en el gobierno a partir del propio Bolsonaro, cada vez más descontrolado y sin otro rumbo que atacar con furia a alcaldes y gobernadores que decretan medidas más radicales –pero aún absolutamente inferiores a lo que sería necesario para intentar impedir que la ola de infecciones siga creciendo, de acuerdo con la inmensa mayoría de médicos y especialistas– de aislamiento social.
Las escenas registradas en todo el país son de tragedia. Enfermos muriendo en pasillos de hospitales sin haber sido llevados a una cama, hijos enterrando a padres y madres por falta de profesionales en cementerios, sin que se conmueva el presidente, que niega las dimensiones del horror.
Un dato concreto en los vuelcos de Bolsonaro ha sido la suspensión de las condenas aplicadas al ex presidente Lula da Silva por el manipulador y entonces juez Sergio Moro.
El duro pronunciamiento de Lula al recuperar sus derechos políticos sacó a Bolsonaro y a los militares que lo rodean de su rumbo, y coincidió con una acentuada baja en la aprobación del actual presidente en la opinión pública, mientras la del ex mandatario ascendía rápidamente.
La repercusión de que Lula vuelva a ser elegible coincide con el creciente aislamiento mundial de Brasil, ahora considerado una amenaza global, algo concreto que el actual mandatario trata de desmentir.
Además de reincidir en muestras de descontrol, Bolsonaro decidió una vez más amenazar con medidas de fuerza.
El viernes por la mañana, al pequeño grupo de seguidores reunidos a la salida del palacio presidencial para cantarle himnos evangélicos y tomarse fotos a su lado, Bolsonaro dijo, en tono agresivo, que pese a ser contrario a actitudes extremistas, veía con preocupación que se acerca la hora de decretar el estado de sitio en el país, para asegurar al pueblo el derecho de circular y trabajar.
La declaración motivó una llamada telefónica de Luiz Fux, presidente del Supremo Tribunal Federal, instancia máxima de la justicia en Brasil. Cuando le preguntaron con insistencia sobre lo que había dicho, Bolsonaro, una vez más, reconsideró y dijo que no pensaba adoptar tal medida que, además, necesitaría ser aprobada por el Congreso y el mismo Supremo.
A la vez, su ministro de Justicia decidió movilizar a la policía federal contra periodistas, profesores universitarios, abogados e intelectuales, con base en la Ley de Seguridad Nacional heredada de la dictadura militar (1964-1985), por críticas que hicieron al presidente.
Al menos hasta ahora, esas acciones, que consistieron en obligar a los denunciados a presentar declaraciones en comisarías, fueron anuladas por la justicia. Ya en las redes sociales los grupos bolsonaristas triplicaron sus denuncias sobre los que critican al presidente y su gobierno.
Mientras Bolsonaro ataca a alcaldes y gobernadores que imponen el toque de queda y el cierre del comercio que no sea considerado esencial, la decisión de suspender actividades llegó a la iniciativa privada.
El mismo viernes, la Volkswagen anunció la paralización, por 12 días, de toda su línea de montaje, y determinó que los funcionarios se quedaran en sus casas.
Esta vez, sin embargo, Bolsonaro no calificó la decisión como algo típico de dictadores comunistas.
El dolor social, arma política del capitalismo digital
Marcos Roitman Rosenmann
Vivimos en una sociedad enferma. Las manifestaciones son muchas. El uso de antidepresivos, ansiolíticos, y los derivados del opio muestran un comportamiento poco habitual. La crisis de la oxicodona en Estados Unidos ha convertido el dolor en un negocio para los laboratorios farmacéuticos. Asimismo, se ha transformado en una epidemia a la cual se unen conductas autolíticas. Autolesionarse resulta una vía de escape para millones de personas en el mundo. El temor al fracaso es una de sus causas más comunes. Los jóvenes y adolescentes se encuentran entre la población más vulnerable. Infringirse daño se transforma en un modo de sentirse libre, de romper ataduras.
No son los dolores del cuerpo los que provocan el deseo de autolesionarse. Por el contrario, son los dolores sociales, aquellos dependientes de las estructuras de explotación, dominio y desigualdad. La pérdida de confianza y la soledad actúan como catalizadores de un dolor cuya forma de combatirlo consiste en violentar el propio cuerpo. La depresión, la neurosis o el trastorno límite de la personalidad, caracterizado por la forma en la cual la persona se piensa y siente en relación consigo misma y los demás, son síntomas de una realidad propia del siglo XXI y el capitalismo digital.
Richard Wilkinson y Kate Pickett, en su ensayo Igualdad, cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo, alertan: En Gran Bretaña 22 por ciento de los adolescentes de 15 años se han hecho daño a sí mismos al menos una vez, y 43 por ciento de ese grupo afirmaron hacerse daño una vez al mes. En Australia, un estudio con adolescentes señala que 2 millones de jóvenes se autolesionan alguna vez a lo largo de su vida. En Estados Unidos y Canadá, los datos apuntan a que entre 13 y 24 por ciento de los escolares se lesionan voluntariamente y niños de sólo siete años se hacen cortes, se arañan, se queman, se arrancan el pelo, se provocan heridas y se rompen huesos deliberadamente.
Estas conductas hunden sus raíces en un cambio en la manera de percibir el dolor. “Cuesta imaginar que la angustia mental pueda convertir la vida en una experiencia tan dolorosa que el dolor físico resulte liberador y proporcione una sensación de control (…), pero son muchos los niños, jóvenes y adultos que afirman lesionarse al sentir vergüenza, autoexigirse o creer que no están a la altura”.
El dolor se construye y se articula. Así, entramos en otra dimensión en la cual las conductas hacia el dolor se pueden inducir y recrear. Según el coronel estadunidense Richard Szafranski “se trata de influir en la conciencia, las percepciones y la voluntad del individuo, entrar en el sistema neocortical (…) de paralizar el ciclo de la observación, de la orientación, de la decisión y de la acción. En suma, de anular la capacidad de comprender”.
Miedo y dolor, una combinación perfecta. El miedo se orienta hacia objetivos políticos. Sus reclamos pueden ser el desempleo, la inseguridad, el hambre, la exclusión o la pobreza. En este contexto, el dolor entra con fuerza en la articulación de la vida cotidiana, muta en un mecanismo de control. Y aquí el concepto se extravía.
William Davies, en su estudio Estados nerviosos, cómo las emociones se han adueñado de la sociedad, subraya: “Hasta la segunda mitad del siglo XX, la capacidad del cuerpo para experimentar el dolor por lo general se consideraba una señal de salud y no como algo que debía ser alterado empleando analgésicos y anestésicos (…). El paciente que simplemente pide ‘termine con el dolor’ o ‘hágame feliz’ no está exigiendo una explicación, sino el mero cese del padecimiento (…). La frontera que separa el interior del cuerpo comienza a ser menos clara (…). En esencia, despoja el sufrimiento de cualquier sentido o contexto más amplio. Coloca el dolor en una posición de fenómeno irrelevante y por completo personal”.
El dolor social, el padecimiento colectivo, la conciencia del sufrimiento, se desvanece en una experiencia imposible de ser comunicada. Pierde toda su fuerza. Ser feliz, eliminar el dolor o derivarlo hacia una vivencia personal, desactiva la crítica social y política, uniéndose a conductas antisistémicas.
Pero al mismo tiempo, el dolor se instrumentaliza. En este contexto, es un arma eficaz. Se busca crear dolor, potenciar sus efectos en las personas. Hacer que forme parte de una conducta flexible y sumisa, donde el dolor paraliza. En este sentido, la construcción de conductas asentadas en el manejo del dolor se ve favorecida por el desarrollo del Big Data y la interconexión de dispositivos capaces de penetrar en lo más profundo de la mente-cerebro. La realidad aumentada bajo la inteligencia artificial posibilita expandir el mundo del dolor en todas las direcciones. El llamado Internet de las cosas se convierte en una fuente inagotable de emociones y sentimientos, forjando estados de ánimo capaces de doblegar la voluntad bajo el control político del dolor social. Y lo más preocupante, está en manos de empresas privadas.