Pedro Miguel
A principios de este mes la Suprema Corte declaró incosntitucional el artículo 287 del Código Penal del Distrito Federal –a cuya sombra el gobierno de Miguel Ángel Mancera ha encarcelado a varias personas–, que castiga con penas de seis meses a dos años de cárcel el delito de ultrajes a la autoridad, sin especificar qué cosa significa tal ultraje y que permite, en consecuencia, cualquier abuso de interpretación por parte de policías, ministerios públicos y jueces. Falta, sin embargo, que la máxima instancia de justicia elimine en definitiva esa norma del marco legal nacional.
Unos días más tarde, con la votación de todas las fracciones representadas en el congreso local, salvo la de Morena, se aprobó en el estado de México la ley Atenco, un ordenamiento urdido por el gobierno de Eruviel Ávila y orientado a dar manga ancha a la represión y al uso discrecional de la fuerza en contra de manifestaciones públicas. De acuerdo con esa ley, para que la policía pueda disolver por los medios que le dé la gana cualquier expresión ciudadana, bastará con que la considere ilegal o contraria a la paz y el orden público. Más aún, la ley Atenco autoriza a los efectivos policiales a disparar sus armas de fuego en caso de amenaza de muerte y en defensa propia y de terceros, disposición alarmante si se considera el grado de pudrición de las fuerzas públicas mexiquenses, no pocos de cuyos efectivos trabajan además para la delincuencia organizada.
La ley Atenco –obligada referencia a la represión criminal desatada hace una década por Enrique Peña Nieto y Vicente Fox en contra del pueblo de San Salvador Atenco y de quienes allí se encontraban– tiene un correlato federal: el afán del régimen de aprobar una ley reglamentaria del artículo 29 constitucional para facultar a la Presidencia a solicitar al Legislativo la suspensión de garantías y decretar estados de excepción ante riesgos a la paz pública, la seguridad o una amenaza al Estado e incluso para hacer frente a crisis económicas que por su gravedad puedan generar alteraciones al orden público. Con ello el Ejecutivo federal tendría manga ancha para dejar en suspenso los derechos de manifestación, asociación, circulación y libertad de expresión, entre otros. En el colmo del cinismo la iniciativa afirma que interrumpir la vigencia de las garantías y derechos humanos puede ser una forma de tutelarlos.
Resulta meridianamente claro que el régimen oligárquico se preparara a hacer frente, con una cobertura de legalidad, al descontento generalizado larvado por su propia corrupción, su propia ineficacia y su propio entreguismo. Sin necesidad de dictar estados de excepción, en extensas regiones del país las garantías individuales y los derechos humanos y colectivos están suspendidos de facto por la connivencia de funcionarios con la delincuencia organizada o, en el menos peor de los casos, por la absoluta incapacidad de los gobernantes para hacer frente a la inseguridad y la violencia criminal. La política económica de rapiña protagonizada por Peña y su grupo están llevando al país a una crisis económica sin precedentes que tendrá, por supuesto, consecuencias sociales en forma de estallidos de hartazgo. Sólo falta que los funcionarios en turno terminen de desplumar al erario y lo dejen sin los ya menguados recursos de los programas asistencialistas-electoreros de Sedesol y otras entidades. O un tercer fraude electoral al hilo –después de los de 2006 y 2012–, única manera imaginable de que la oligarquía se mantenga en el poder en 2018.
Así pues, ante el panorama devastador que dibujan sus propias proyecciones, el régimen trabaja a marchas forzadas para construir un marco legal abiertamente despótico y represivo. Por si aún no hubiera quedado clara la línea divisoria entre Morena y las franquicias electorales del grupo en el poder, la votación de la ley Atenco del Congreso mexiquense la dibujó con nitidez: con la excepción del mencionado, la aprobaron todos los partidos allí representados, incluidos el PRD, el PT y Movimiento Ciudadano. Desde su participación en el Pacto por México, el de la Revolución Democrática ya había marcado la línea de la simulación: operar para el peñato en las cámaras y rasgarse las vestiduras ante los medios. Y así le hicieron los tres en esta ocasión, sin tomarse la molestia de una explicación pública para semejante traición a sus respectivos electorados, los cuales de seguro no esperaban que sus representantes participaran en la construcción de un marco legal a la represión discrecional de las movilizaciones populares.
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