José Alfredo Coutiño, director para América Latina de la consultoría especializada Moody’s Analytics –una de las empresas líderes en la asesoría a inversionistas, la realización de análisis de riesgo y la calificación de bonos gubernamentales–, afirmó ayer que la disparidad del ingreso en México no es la existencia de una clase capitalista sino la existencia de privilegios y la forma en que el gobierno asigna los contratos a grupos privados, que son los factores que aceleran la acumulación de riqueza en pocas manos y dejan fuera al resto. Asimismo, consideró que el sistema político nacional está integrado por un reducido grupo de privilegiados y la clase política y señaló que los salarios de los pertenecientes al sector privilegiado de la población se basan en factores como el nivel de educación y sus amistades con los dueños del capital, así como por las recomendaciones políticas. Es la descripción precisa de una oligarquía.
Entre las cifras mencionadas por el ejecutivo destaca la ínfima participación de los salarios como proporción del producto interno bruto (PIB): apenas 20 por ciento y muy por debajo de Chile (35 por ciento), Canadá (50 por ciento) y Estados Unidos (55 por ciento).
De ello se desprende que los castigados ingresos de los sectores populares representan una parte minúscula del quehacer económico y los ingresos de los mejor pagados dependen no tanto de la cualificación, sino de su pertenencia a una élite político-empresarial y de sus vínculos sociales y familiares.
No es de sorprender, por ello, que el mercado interno se encuentre deprimido y desarticulado –factor que impide y seguirá impidiendo tasas mínimamente satisfactorias de crecimiento económico–, ni que al frente de empresas e instituciones se encuentren tantos directivos ineptos, llegados a sus cargos por recomendación o compadrazgo.
El tipo de organización de la desigualdad descrito por Coutiño permite comprender a cabalidad la disfuncionalidad económica en que se encuentra sumido el país y la persistente incapacidad de la clase política y empresarial para detonar una reactivación económica al ritmo que el país requiere, si no para mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la población, al menos para evitar que empeoren.
El hecho es que a lo largo del ciclo de gobiernos neoliberales (de los años ochenta del siglo pasado a la fecha) México no ha sido capaz de crecer al ritmo necesario ni siquiera durante un año; que en ese periodo el poder adquisitivo de los salarios no ha cesado de disminuir, y las inveteradas desigualdades se han convertido en una fractura social cada vez más inocultable. Por lo demás, ese lapso coincide con el florecimiento de las organizaciones delictivas, la generalización de la violencia y la inseguridad, la crisis de derechos humanos y la creciente desintegración social que padece la nación.
No deja de resultar paradójico que la señal de alerta aquí comentada provenga, no de sectores de la oposición política y social, sino de una de las consultoras claves para la operación del neoliberalismo financiero. Es claro que la instauración del modelo económico aún imperante en el país fue operada por un grupo político-empresarial oligárquico, opaco y antidemocrático, y ello ha se ha traducido en una disfuncionalidad particularmente grave y abismal.
Las consecuencias sociales están a la vista y llevan a la nación por un rumbo de desarticulación, ingobernabilidad y barbarie. Resulta necesario y urgente que desde los promontorios del poder público se entienda el peligro y se emprenda un viraje en el terreno de las políticas económicas y sociales y se emprenda una reforma profunda orientada a reducir y remontar la desigualdad.