Miguel Concha
El 24 de julio pasado se publicó la reforma del artículo 73, fracción XXIX-X, de la Constitución, mediante la cual el Congreso de la Unión se dio facultades explícitas para fijar las obligaciones que deben observar de modo concurrente las autoridades federales, locales y municipales en materia de derechos de las víctimas. Esto no era necesario, porque ya existe una ley general, la que impulsó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, junto con miles de víctimas y organizaciones de la sociedad civil, que el Ejecutivo federal publicó el 9 de enero de 2013, después de una larga y ajetreada polémica con el entonces saliente presidente Calderón, que de facto la vetó. ¿Entonces por qué publicar esa reforma constitucional en este momento? Una clave para entender el cambio introducido por esa reforma constitucional es recordar que con la primera Ley General de Víctimas hubo gobernadores que cuestionaron los alcances garantistas de esa norma y decidieron crear leyes de víctimas locales con menos derechos y mecanismos de garantía más débiles que los previstos a nivel federal, pese a que tales derechos para todas las víctimas federales y del fuero común ya estaban vigentes desde la publicación de la ley general.
En opinión de quienes integraban el Senado, ello se debió a que cuando se debatía la ley vigente faltaban facultades constitucionales explícitas para que el Congreso de la Unión publicara una norma general de víctimas en sentido estricto y que por eso se abrió injustificadamente un margen de discrecionalidad en la materia, a pesar de que el Congreso tiene facultades implícitas en materias que son indisponibles para las legislaturas locales, como es el caso del que hablamos. Así que ahora se dice que podrá superarse ese impedimento, con la salvedad de que el posicionamiento del Ejecutivo y otros actores parece traslucir que la intención es diferente: reditar la ley general con una completamente nueva, que abrogaría la vigente, bajo el pretexto, en palabras del Presidente, de que la actual es inoperable plenamente. Lo anterior lo dijo en el foro Equidad para las víctimas en el debido proceso, organizado por la asociación Alto al Secuestro, en el que su presidenta presentó al Ejecutivo una iniciativa de ley que tres días después fue presentada prácticamente en los mismos términos por la priísta Cristina Díaz, presidenta de la Comisión de Gobernación del Senado. Dicha iniciativa, que abroga la ley vigente, tendría los siguientes efectos más evidentes. Por una parte, dividir en dos categorías jurídicamente cuestionables: víctimas del delito y víctimas de violaciones graves de derechos humanos, las primeras de las cuales –las de delitos cometidos por particulares– tendrían casi el doble de derechos que las segundas –de torturas, desapariciones forzadas, genocidios y ejecuciones arbitrarias, entre otras– cometidas por agentes del Estado. Y por otra, que las medidas de ayuda inmediata, asistencia y reparación integral, que se desarrollan a través de tres robustos títulos de la ley vigente, se convertirían en un ralo listado, de no más de dos cuartillas, que despojan a la ley de su potencial de transformación de las causas de la victimización, para reducirla grosso modo a una bolsa de indemnización, pedidos de disculpas públicas y terapias.
Esto es precisamente lo que vuelve más alarmante que en este momento se haya publicado una reforma constitucional que daría pie a un retroceso deplorable en materia de derechos de las víctimas, y que en momentos críticos de procesos por casos como los de desaparición en Ayotzinapa, ejecuciones arbitrarias en Tlatlaya y tantísimos más, se estigmatice a las víctimas del Estado como si fueran –como lo son en el trato– víctimas de segunda. Antes que eximirse de sus responsabilidades frente a las víctimas de la violencia que el Estado produce o no previene, tanto el Ejecutivo como el Legislativo deberían volcarse a acrecentar el legado que las víctimas dejaron en la actual Ley General, para –como también reconoció el Presidente en el foro mencionado– eliminar la burocratización y facilitarles a las víctimas el acceso a la reparación integral. Pero eso es muy distinto a abrogar la actual Ley, crear seudo-categorías de víctimas y despojarlas de la gran mayoría de sus derechos. Sobre todo a las que reclaman por la violencia del mismo Estado.
Si el discurso es la cancha pareja entre víctimas e imputados, entonces que haya también cancha pareja entre todo tipo de víctimas, y, más aún, que no se les discrimine, por incómodas que le sean al poder. El Ejecutivo y el Congreso de la Unión deben tomar en cuenta que el pasado 13 de abril un grupo representativo de más de 100 víctimas y organizaciones de la sociedad civil confiamos al presidente de la mesa directiva del Senado, Roberto Gil Zuarth, así como a la presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara alta, Angélica de la Peña, un proyecto de iniciativa de reforma a la Ley General de Víctimas que ellos suscribieron en el acto, el cual incluye propuestas derivadas de una consulta muy amplia y seria que incluyó a muchas familias y colectivos de víctimas, así como a expertos especializados en el tema. Estos esfuerzos no deben quedar fuera del proceso legislativo. Es imprescindible que éste sea transparente e incluyente, pero fundamentalmente que tenga por insumo ineludible la voz de quienes la exigen y sufren las desapariciones. Si no, de antemano podemos prever su destino: más tiempo y vida desperdiciados en simulaciones y cálculos políticos. Debe ser rechazada cualquier iniciativa de reforma que vaya en contra de los principios sobre los derechos de las víctimas de violaciones contenidas en las normas internacionales de derechos humanos.