Según cifras obtenidas a partir de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) correspondiente a abril-junio de 2016, más de 300 mil personas se incorporaron a las filas del empleo informal en relación con el mismo periodo de 2015. Al día de hoy, el número de trabajadores que ha encontrado refugio en la informalidad asciende a 29 millones 412 mil 185, equivalente a 57.2 por ciento de la población económicamente activa.
Estos datos no sólo permiten ponderar la persistencia del estado de postración en que se encuentra la economía nacional, que se acentúa con decisiones económicas, como el incremento a los precios de los combustibles; evidencian, también, una distorsión inadmisible de la realidad laboral en el país.
En efecto, durante el mismo periodo reportado en la ENOE, la cifra oficial sobre el desempleo en México se ubicó en 3.9 por ciento de la población económicamente activa. Que las estadísticas oficiales definan como personas ocupadas a quienes se desempeñan en la economía informal –y los coloquen, en ese sentido, al mismo nivel que los trabajadores del sector formal– constituye una omisión inaceptable de las condiciones que imperan en ese sector, ajeno a los sistemas de protección social, asociado principalmente a tareas de poca productividad y bajos salarios, en el que prevalecen, en suma, circunstancias de precariedad e inseguridad laboral incluso mayores a las que padecen el grueso de los trabajadores.
Igual que ha ocurrido con otros ámbitos de influencia de las reformas estructurales aprobadas en la presente década, los saldos de la reforma laboral –promulgada en los últimos días del gobierno de Felipe Calderón, pero con el decidido apoyo de las cúpulas legislativas y sindicales priístas– son todo, menos favorables. Al día de hoy, por ejemplo, resulta mucho más económico despedir a un trabajador, lo que en la lógica neoliberal imperante es visto como un factor de competitividad económica. Sin embargo, esa profundización de la precariedad no se ha traducido en la generación de puestos de trabajo de calidad.
Al contrario, la desatención oficial ante el crecimiento de la informalidad implica la pérdida de un referente central de la real situación económica del país: las autoridades continúan gobernando desde una dimensión estrictamente formal y estadística, y ello se traduce en descuido, desconocimiento de la realidad y políticas públicas erráticas e ineficientes.
Hasta ahora, el ensanchamiento de la informalidad ha representado una válvula de escape a la desesperanza y la zozobra de amplios sectores de la población, pero el gobierno no puede aspirar a que tal situación perdure por mucho tiempo sin que se configuren escenarios de descontento e ingobernabilidad. Es una apuesta riesgosa y nada recomendable en el convulsionado escenario nacional.