sábado, 18 de mayo de 2019

El campo: sociedad rural.

Gustavo Gordillo/II
Las principales transformaciones recientes en el campo pueden resumirse en cinco aspectos.
Resalta en el sector el crecimiento desigual –aguacates, berries, tomates, cerveza–, en medio de un magro dinamismo del conjunto de actividades agropecuarias y forestales. Las consecuencias se aprecian en términos de pobreza, en donde poco más de 50 por ciento de la población en pobreza extrema habita en localidades rurales y la tasa de pobreza extrema es notoriamente superior en zonas rurales (17.4 por ciento) que en zonas urbanas (4.4 por ciento).
La sociedad rural se ha transformado profundamente. Se ha envejecido y se ha feminizado como producto, sobre todo, de la migración. La agricultura ha dejado de ser fuente principal de ingresos para la mayoría de los hogares rurales, pero la producción de alimentos generada en la pequeña producción rural es clave para la seguridad alimentaria del país. En el campo sigue viviendo entre 20 y hasta 38 por ciento de la población total, dependiendo de la definición de población rural –sea 2 mil 500 o 15 mil habitantes la frontera entre lo urbano y lo rural.
La sociedad rural es fundamental para el desarrollo del país, más allá de las cifras sobre PIBA, por el conjunto de bienes ambientales, culturales y económicos que provee y podría proveer hacia el futuro a la sociedad nacional.
La sociedad rural es extraordinariamente compleja y diversa. Coexisten diversas lógicas productivas y sociales expresadas en las diversas tipologías que se han elaborado para los productores agropecuarios. Reconociendo la enorme heterogeneidad rural, se podría proponer una tipología de familias rurales basada en cinco estrategias que siguen en general los hogares rurales: hogares con participación activa en los mercados agrícolas (pequeños productores orientados a los mercados), hogares compuestos por productores de autosubsistencia; hogares orientados al mercado de trabajo que dependen del salario agrícola o ingresos no agrícolas; hogares determinados por la migración y el envío de remesas, y, finalmente, hogares diversificados que obtienen ingresos de la agricultura, de las actividades no agrícolas, así como de las remesas. La importancia de cada una de estas estrategias es distinta, dependiendo del peso del sector rural medido tanto en términos económicos como sociales y políticos.
Desde los años 90 se afirmaba que las políticas agropecuarias basadas en un modelo tecnológicamente ineficiente habían llevado a graves deterioros del capital natural: suelos, agua, vegetación primaria, bosques y selvas. La consecuencia es que se requieren políticas diferenciadas, responsables ambientalmente y con un fuerte anclaje en el desarrollo regional para que permitan una transformación en la matriz tecnológica y en las condiciones de desigualdad y pobreza.
En resumen, el campo mexicano exhibe demográficamente tres características: un envejecimiento de los propietarios ejidales en medio de una fuerte presencia de jóvenes subocupados o desocupados, un grado importante de feminización en las actividades productivas rurales y una cartera de ingresos de los hogares muy diversificada. Un alto porcentaje de las familias rurales tienden a obtener la mayor parte de sus ingresos de actividades rurales no agrícolas, de salarios agrícolas o de transferencias públicas o privadas; dicho de otra manera, funcionan como unidades económicas multiactivas.
Desde un punto de vista político, los mecanismos de gobernabilidad en el campo estaban asociados al funcionamiento de los ejidos y comunidades –a partir de sus autoridades y asambleas– como sostén de las localidades rurales y de los gobiernos municipales. Al debilitarse los mecanismos internos de los ejidos y comunidades se afectan la cohesión social de las comunidades, la capacidad de gobernanza de los municipios y el manejo sustentable del capital natural. A este tema dedicaré mi siguiente artículo.
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