José Blanco
A los reformadores, ponentes y opositores que negocian las reformas y las vuelven normas jurídicas, la educación mexicana siempre les ha resultado inaprensible: ya bajo el inefable gobierno de Peña Nieto, o en el actual de la 4T, se ha hecho del problema educativo una reducción o simplificación extrema de la complejidad efectiva del problema. Así, por necesidad, el futuro de la educación no está escrito en ninguna parte: nadie se orienta por una visión de largo plazo, un conjunto de objetivos detallado según regiones y niveles educativos. Nadie cuenta con una estrategia conducente a esos objetivos inexistentes. Sólo veremos en el devenir el conflicto generado por la insatisfacción de una parte de los docentes, relacionado con la dimensión laboral de su trabajo. El debate de los temas propiamente educativos permanece ausente entre los reformadores.
Alrededor de 6 millones de personas de 15 años y más son analfabetas. Según la Encuesta Intercensal de 2015, 9 de cada 10 niños cursaban la escuela primaria y 8 de cada 10 adolescentes, la secundaria. El abandono se acelera a partir del término de esos dos tramos escolares (la formación básica).
En conjunto los mexicanos alcanzan sólo 9 años de escolaridad. En la llamada era del conocimiento, somos de secundaria. Pero ni de ese nivel somos, cabalmente. Esos números no dan cuenta de las graves deficiencias del sistema escolar. De acuerdo con el examen/2017 formulado por el Plan Nacional de Evaluación de los Aprendizajes (Planea), herramienta de la SEP, después de 12 años de escolaridad, al término del nivel medio superior, 34 por ciento a escala nacional no comprenden la lectura de un texto, de donde se infiere que tampoco pueden escribir; en específico: no puede formular inferencias de contenidos implícitos en diferentes tipos de texto o comprender textos extensos y complejos. Estos resultados los sitúa en el nivel I. Han sido establecidos cuatro niveles. En el nivel IV, donde los resultados son satisfactorios, se ubica 9.2 por ciento.
En el área de matemáticas se halla, en el nivel I, 66 por ciento: quienes tienen dificultades para realizar operaciones con fracciones y operaciones que combinen incógnitas o variables (representadas con letras), así como para establecer y analizar relaciones entre dos variables. En el nivel IV tenemos a 2.5 por ciento a escala nacional.
Agréguese el lamentable estado de las instalaciones educativas, por supuesto con mayor incidencia y gravedad en las entidades más pobres; súmense las escuelas multigrado, y las distancias, a veces infames, que deben caminar los niños para asistir a clase. Téngase en cuenta la relación o la falta de ella, entre la formación en las Normales, y los resultados educativos. Considérese la falta de un debate sustantivo sobre los contenidos de la enseñanza, por niveles y regiones. Añádase la ausencia de un debate inherente a la pedagogía indispensable a ponerse en acto, según regiones y niveles educativos.
Por fin, tengamos en cuenta que nadie ha propuesto poner alta atención y evaluar a la cabeza del sistema educativo: la Secretaría de Educación Pública.
Todo ese conjunto –más los asuntos que haya dejado fuera– se reproduce a sí mismo, año tras año, combinado con los efectos del sistema socioeconómico de la desigualdad en que vivimos, conformando el desastre educativo nacional cuya complejidad ha quedado siempre muy lejos de los reformadores. No obstante, es ese desastre el problema que debe resolver una reforma educativa, si quiere hacerse cargo en serio del futuro de México.
La reforma educativa tendría que haber sido, en primer lugar, un gran acuerdo nacional, sobre el horizonte de los objetivos por regiones y niveles que México necesita. Un gran acuerdo sobre el método de la reforma, que podría haberse convertido en una ley (o un conjunto de ellas) de reforma educativa, que desgrane todos los temas atinentes que sería preciso debatir nacionalmente, y que empezara con la abrogación de la reforma de Peña Nieto. Acaso los primeros tres años de la 4T pudieron haberse empleado en generar la reforma, y los otros tres para empezar a institucionalizarla, con tiempos de evaluación de todas sus partes (incluida la SEP).
La complejidad no admite prisas. Es necesario comprender a fondo el conjunto de la trama que construye al sistema educativo mexicano. Sin ese entendimiento, no hay reforma que valga. Sin los acuerdos de todos los actores, no hay reforma que de veras reforme. La reforma y la prisa constituyen una total incoherencia. Una reforma sin acuerdos nacionales es también un desatino. La complejidad la revela el hecho de que no hay nadie ajeno a una reforma educativa de gran calado como la que México necesita desde hace muchas décadas. Pero parece escaparse la ocasión.
En el plano internacional ha habido diversas hazañas en materia educativa. En Suecia, en Finlandia, o en Corea del Sur que hoy ocupa el podio educativo en la OCDE. Es hora de escribir la nuestra.