Víctor M. Toledo
Hasta hace apenas unos 40 años sólo existían dos maneras de producir alimentos en el mundo. La primera es la llamada agricultura tradicional o campesina, realizada a pequeña escala, utilizando sólo energía humana y/o animal y mediante los conocimientos no escritos, transmitidos de generación en generación durante cientos y a veces miles de años. La segunda modalidad, aparecida a finales del siglo XIX, es el llamado modelo agroindustrial o moderno, basado en el uso de petróleo, sobre medianas y grandes propiedades (latifundios), máquinas diversas, agroquímicos y pesticidas, así como de plantas genéticamente mejoradas y más recientemente con cultivos transgénicos. Obvio señalar que esta segunda modalidad surge de la aplicación del conocimiento científico: la agronomía, la química, la genética y la biotecnología. Estudios recientes revelaron que, no obstante la gigantesca campaña en favor del modelo agroindustrial, ésta genera sólo 40 por ciento de los alimentos que se consumen en el planeta, en tanto que los pequeños productores familiares y campesinos producen el otro 60 por ciento.
Fue gracias a la aparición del trabajo de científicos críticos hace unas cuatro décadas que el mundo vio el surgimiento de una tercera modalidad: la agroecología. Esta nueva rama de la ciencia surgió como respuesta los innumerables problemas inherentes a la agricultura moderna, como la contaminación de suelos y aguas, la erosión genética, los monocultivos, las afectaciones a la salud humana, los desequilibrios ecológicos locales y regionales, y finalmente el cambio climático global, por el uso del petróleo en toda la cadena alimentaria. Como nuevo campo del conocimiento científico, la agroecología es producto de una ciencia revolucionaria como le denominó Thomas Kuhn en su obra The Structure of Scientific Revolutions, que es el libro más citado en toda la historia (unas 110 mil citas). Es esta una ciencia innovadora que los críticos (necios e incultos) del nuevo Conahcyt no alcanzan a entender. La agroecología no sólo cuestiona los fundamentos científicos de la agricultura moderna y erige nuevos principios, sino que retoma, para recrearla, la agricultura tradicional o campesina, mediante una fórmula llamada diálogo de saberes, donde conocimientos científicos y sabidurías ancestrales se combinan en una suerte de cocreación intelectual para generar soluciones sobre el terreno. A diferencia de la agronomía, orientada por las necesidades de la modernidad capitalista, la agroecología moderniza a partir de la tradición, no en su contra. La cuna de la agroecología, y donde ha alcanzado su mayor desarrollo es Iberoamérica, y especialmente México, Brasil, Cuba, Colombia, Argentina y el norte de Centroamérica. México, es decir los campesinos mesoamericanos, fueron inspiradores de los dos principales creadores de la agroecología: Steve Gliessman y Miguel Altieri.
Escribo con inusual emoción este artículo inspirado por el primer Congreso Mexicano de Agroecología, celebrado en San Cristóbal de las Casas, Chiapas (13 a 17 de mayo), que reunió a unos 800 participantes (mayoritariamente jóvenes) provenientes de diferentes estados y de otros 17 países. El congreso, antecedido por otros cuatro de carácter internacional, hizo confluir a prácticamente todos los grupos de investigación del tema, desde Torreón, Guadalajara y San Luis Potosí hasta Mérida, Chetumal, Veracruz y Oaxaca, y contó con la asistencia de organizaciones campesinas, de consumidores y de la sociedad civil. Durante el congreso fue analizado, debatido y reflexionado la urgente necesidad de que surja una política pública agroecológica por parte del gobierno actual. Ello significa promover un programa nacional y su legislación correspondiente que por un lado dote de apoyos a las prácticas agroecológicas y se oriente hacia la soberanía alimentaria, y por el otro acote y suprima los efectos nocivos ambientales, sociales y culturales de la agricultura moderna, hoy bajo dominio de grandes corporaciones. Ello supone, por ejemplo, la prohibición inmediata de 111 pesticidas catalogados como altamente peligrosos, o la obligación de etiquetar los alimentos. Esta demanda encuentra una coyuntura favorable en un hecho reciente: el convenio firmado por la FAO y la Sader para que el país se convierta en una de las tres naciones desde donde se proyecte la agroecología al resto del mundo. Si estamos ante un gobierno que se denomina antineoliberal y respetuoso del ambiente, la agroecología no puede ser sino uno de los pilares de la llamada Cuarta Transformación. La coyuntura no puede ser mejor. El gobierno de México tiene la palabra. Nosotros las acciones.