Encuadrada en un complejo escenario que va más allá de las relaciones económicas méxico-estadunidenses, y aun del acuerdo firmado en noviembre pasado entre nuestro país, Canadá y Estados Unidos (el llamado T-MEC), la decisión de Donald Trump de eliminar los aranceles al acero y aluminio mexicanos viene a demostrar, una vez más, que en materia de economía los socios y los competidores son un mero producto de las circunstancias.
Fue Wilbur Ross, secretario de Comercio de Estados Unidos, quien a nombre de su gobierno anunció, en junio del año pasado, que en adelante las importaciones de aluminio y acero procedentes de México sufrirían un gravamen arancelario de 10 y 25 por ciento, respectivamente. La medida no respondía a una necesidad de orden económico; de hecho, se trataba de una especie de represalia política porque el ocupante de la Casa Blanca estaba inconforme con la forma en que transcurrían las conversaciones con sus socios de la región (México y Canadá) en torno al acuerdo sobre el pacto que vendría a remplazar al TLCAN. La declaración de Ross en el sentido de que Trump tenía autoridad para hacer lo que desee en materia comercial colocaba a la medida más cerca del capricho que de la racionalidad comercial. Pero además no apuntaba a los afectados directos, sino a China, verdadero enemigo principal de la actual administración de Washington, decidida a impedir que su competidor asiático eventualmente exportara acero y aluminio a través de México y de Canadá.
La reconsideración de Trump y la revisión del castigo arancelario dan cuenta de que el gravamen no era de gran utilidad para Estados Unidos y de que el presidente de la todavía primera potencia empieza a variar ligeramente su actitud frente a México, incluso cuando algunas veces, y más que nada pensando en las próximos comicios y en las fobias de su electorado duro, retome su tono belicoso. Los republicanos en el gobierno parecen haber advertido que, en su guerra estratégica con Pekín, seguir hostilizando a nuestro país equivaldría a acercarlo más a China. Mientras tanto, México continúa incrementando su penetración en el mercado de EU y exportando al norte productos que se apartan de los tradicionales. lo que mejora mes a mes los términos de la balanza comercial mexicana.
En este punto cabe señalar la acertada política que el actual gobierno de México está mostrando en la siempre complicada relación con su similar de Washington, enfatizando los puntos de potencial acuerdo y sorteando con destreza los conflictivos. Un ejemplo de ello es el enfoque que se le ha dado al comentado levantamiento de los aranceles: en lugar de presentar la disposición como un triunfo de los negociadores mexicanos en este asunto concreto –entre los cuales Jesús Seade, subsecretario para América del Norte, ha destacado por su notable capacidad de maniobra–, han preferido celebrar la tersura con que se está llegando a acuerdos, así como la perspectiva de que el T-MEC reciba la aprobación del parlamento canadiense y los congresos mexicano y estadunidense, instituciones que tienen que darle el carácter de definitivo al nuevo instrumento comercial.
Lo que el opio se llevó
Ilán Semo
A principios del siglo XIX, mientras que los ingleses se volvían adictos al té, los chinos se tornaban adictos al opio. La historia es bien conocida. Entre 1805 y 1838, las importaciones de té, especies y porcelana a Inglaterra crecieron exponencialmente. China, por su parte, había logrado impedir el acceso a la mayoría de los productos ingleses. Para compensar el cuantioso déficit, la Compañía de Indias, a través de bandas criminales –acaso los tatarabuelos del moderno narcotráfico– extendió el uso del opio proveniente de India y Turquía entre millones de chinos.
La burocracia imperial de Pekín intentó, de múltiples maneras, frenar la diseminación de esta nueva necesidad en la porosa región de Cantón. Un intento infructuoso. Su saldo fueron dos guerras, en las que China perdió cuantiosas partes de su territorio; la rebelión de Taiping, la de los Bóxers a principios del siglo XX y, finalmente, la deposición en 1912 de la Dinastía Qing a manos, en parte, de una clase media surgida del tráfico del opio.
En toda esta historia, la diseminación de las drogas y la expansión del capitalismo parecen haberse dado la mano de la manera más catastrófica (para la sociedad china) y, paradójicamente, más exitosa (para los intereses europeos).
Hasta que ocurrió la revolución de 1949. La China de Mao Tse Tung cerró por completo sus fronteras frente al mundo occidental. Deng Xiaoping, un hombre de apenas 1.52 metros de altura, empezó a abrirlas gradualmente en la década de los años 80 hacia Estados Unidos. Su lema favorito: No importa si el gato es blanco o negro mientras atrape al ratón. Siempre guardando una ventaja para las exportaciones chinas.
En 2016 esa ventaja se había transformado en el mayor déficit comercial y financiero de Estados Unidos en toda su historia. Fue entonces que Donald Trump inició una guerra comercial. Acaso para asegurar una parte de su superávit, Pekín recurrió –como los ingleses dos siglos antes– al opio, sólo que en una versión química: el llamado fentanyl. Se trata de una sustancia que produce los mismos efectos que la heroína natural, es 10 veces más poderosa, cuesta la tercera parte y su saldo es fatal. En Estados Unidos, por el uso de fentanyl mueren al año entre 35 mil y 45 mil personas. Probablemente, bajo la mirada complaciente de esa cultura estadunidense en la que los débiles deben morir.
Tal y como lo reportó hace un par de semanas Nina Lakhani en The Guardian (véase el reportaje de Romain Le Cour Grandmaison et al. en Nexos, 29/4/2019) la expansión del uso del fentanyl en la nación vecina trajo consigo la debacle de las cosechas de amapola a lo largo de todo el territorio mexicano. La razón es estrictamente económica: la caída del precio del kilogramo de la goma de mil 350 a 300 dólares (aproximadamente). Una cantidad que no alcanza ni para cubrir los gastos de la siembra.
Ironías del mercado: lo que nunca lograron el Ejército y el gobierno mexicano ni tampoco la Administración para el Control de Drogas (DEA) –erradicar los campos de amapola– el mercado lo consiguió en unos cuantos meses. Entretanto, decenas de miles de campesinos mexicanos y sus familias han sido arrojados, de nuevo, a la extrema miseria y expuestos a la arbitrariedad de los intereses mineros.
Es probable que el crecimiento exponencial del llamado huachicoleo de gasolina en 2018 tenga que ver con la crisis de la ampola mexicana –y también de la mariguana, que ahora debe competir con la producción local de Estados Unidos– y la búsqueda, por parte del crimen organizado, de nuevos ingresos ingentes. Y una vez limitadas las diversas formas del huachicol (gasolina, medicamentos, etcétera) y de la trata de migrantes (la frontera sur ha sido prácticamente cerrada) por el gobierno actual, las industrias del crimen se han desplazado masivamente a las ciudades.
La pregunta es: ¿qué hacer ahora? Seguramente la súbita reducción de la economía criminal traerá consigo la dis-minución de la demografía de las organizaciones criminales, pero no de su capacidad delictiva. Al respecto, la declaración oficial de la probable cancelación del Plan Mérida sería, de hacerse efectiva, una de las noticias más relevantes del semestre. Los cárteles en México –al igual que hace dos siglos las bandas de opio financiadas por los ingleses en el sur de China– se revelaron como uno de los elementos de control político más eficaces de las décadas recientes. De control de las agencias de Estados Unidos sobre la esfera política mexicana. Y su columna vertebral ha sido, sin duda, el Plan Mérida. A través de sus oscuros mecanismos, Washington tiene hoy presencia en cada uno de los municipios más conflictivos de México. Cancelar este instrumento representa una de las condiciones fundamentales para desmantelar el maridaje entre crimen y política que identificó a la operación del Estado hasta la fecha. Medidas que limiten la economía criminal y que expandan la política social son también significativas. Pero ninguna de ellas logrará por sí sola su cometido.
Una hipótesis personal: sólo un auténtico tsunami de crecimeinto económico (el utópico 5 por ciento) lograría crear las condiciones para este cometido. Pero, ¿cómo lograr crecer si la falta de seguridad es, a su vez, una de las razones centrales que impide el crecimiento? La próxima colaboración versará sobre esta aporía.