Julián Andrade*
Genaro García Luna consiguió, a lo largo de décadas, las más altas credenciales de reconocimiento policial en nuestro país y en el mundo. Ayudó a construir instituciones y trabajó con ahínco para darle dignidad al trabajo de seguridad. Lo terrible es que era un topo, un infiltrado del cártel de Sinaloa, en el corazón mismo de la policía mexicana.
De acuerdo a la fiscalía de Nueva York, García Luna trabajó para Joaquín El Chapo Guzmán, recibiendo sobornos millonarios y permitiendo el tráfico de cocaína a Estados Unidos.
La detención es un golpe que hace estallar por los aires el legado, en seguridad, del gobierno de Felipe Calderón y pone en entredicho muchas de sus acciones.
Se reactivan muchas de las teorías conspirativas y se mancha el esfuerzo genuino de cientos, de miles de policías y militares que enfrentaron al narcotráfico con decisión y entereza durante esos años duros.
Pero además, es una suerte de derrota, porque García Luna proviene de una idea de seguridad pública basada en la obtención de inteligencia y en la utilización de recursos tecnológicos para combatir al crimen y así lo hizo desde el propio Cisen, en donde uno de los logros más notables fue la detención del secuestrador Daniel Arizmendi El Mochaorejas.
Pero García Luna, al fin y al cabo, era un policía que respondía a tradiciones profundas, a ideas sobre la vida y el prestigio, que modulan la forma de enfrentarse de modo cotidiano a la muerte y que despiertan apetitos muchas veces voraces.
Quienes empuñan las armas, al hacerlo en condiciones de muy bajo reconocimiento social, buscan alicientes en el poder y el dinero, dos sustancias que tiene la peculiaridad de crear adicción y de nunca ser suficientes.
De comprobarse las acusaciones, porque tendrá que desarrollarse un juicio, sería importante tener una idea de cuándo pactó con los mafiosos y cuál fue el precio para hacerlo. Ese tipo de acuerdos se van madurando con los años. ¿Desde el Cisen, en la Policía Federal, en la AFI o ya en la Secretaría de de Seguridad Pública?
Esto es relevante, porque quizá tuvimos enfrente al maestro del engaño, y durante décadas, que dio avisos que nunca se escucharon y que dejó pistas que las autoridades no recolectaron, hasta ahora.
Alguna vez dijo que la AFI era a prueba de corrupción, porque sólo él tenía la información completa de los asuntos relevantes. También expresó que admiraba a los guerrilleros que habían secuestrado a un gran empresario porque, a pesar de las condiciones de miseria en que se encontraban, no habían tomado un solo dólar del rescate, porque ello implicaría robar a la causa y convertirse en delincuentes comunes.
Siempre dejó claro que despreciaba a los viejos comandantes de la Policía Judicial Federal (PJF), porque los consideraba incapaces de adaptarse a nuevos tiempos, en los que se requería de habilidades técnicas y de preparación y no sólo de ese conocimiento intuitivo y hasta básico que desarrollan los oficiales a lo largo de los años.
Es por eso que realizó una reingeniería de la PJF, con nuevas formas de control y una política anticorrupción férrea y desde arriba. En su presentación en la Procuraduría General de la República, en diciembre de 2000, a sus subordinados les dijo que dio a conocer su patrimonio con la intención de que se abstuvieran de intentar corromper u ofrecer dinero o cualquier otra forma de soborno porque serían detenidos y consignados con toda contundencia. Una gran paradoja.
¿Quién es en realidad García Luna? Pronto lo sabremos y es probable que lo que vamos a presenciar no le guste a nadie, inclusive ni a sus críticos más constantes y consistentes.
Periodista. Coautor, con Jorge Carpizo, de Asesinato de un cardenal