Pedro Miguel
Pocos sabían a qué atenerse y eran muchos los que no entendían nada. No había pasado ni un mes desde la asunción de Andrés Manuel López Obrador como presidente y sus primeras acciones y en esos primeros días tuvieron lugar, entre otras, la entrega al pueblo de la antigua residencia oficial de Los Pinos, la eliminación del Estado Mayor Presidencial, la puesta en venta de los transportes aéreos hasta entonces destinados a trasladar al titular del Ejecutivo federal, el anuncio del fin de la reforma educativa peñista, del Seguro Popular, del Consejo de Promoción Turística y otros engendros del neoliberalismo, la furia judicial de altos funcionarios por las reducciones salariales, la supresión de subsidios a decenas de organizaciones civiles, ciudadanas, no gubernamentales o no lucrativas, los primeros pasos administrativos para poner fin al aeropuerto de Texcoco, el recibimiento en Palacio Nacional a las madres y los padres de los muchachos desaparecidos de Ayotzinapa, el comienzo de la recuperación del sector energético nacional –Pemex y la CFE–, los primeros planteamientos de la nueva política migratoria mexicana, la presentación de una ley de egresos de transición –el Presupuesto de Egresos para 2019 tenía que incluir compromisos de corto plazo heredados del peñato–, el arranque del intenso debate sobre la creación de la Guardia Nacional, el inicio del diferendo con Washington por la migración y los pasos iniciales de una reconfiguración institucional que provocaron airadas protestas.
Los integrantes de la oligarquía y los logreros cuyos intereses resultaron tocados por los inicios de la Cuarta Transformación iniciaron entonces, en medios y redes sociales, la campaña de descrédito en contra del gobierno que aún persiste, acentuada y amplificada. Sectores de la clase media que votaron por AMLO y Morena y que posteriormente se vieron afectados por recortes de personal y/o de sueldos y prestaciones en diversas instituciones se sintieron defraudados de inmediato; puede entenderse, en retrospectiva, que jamás creyeron en el propósito de conformar un gobierno que actuara bajo el principio de primero los pobres y que tenía que concentrar presupuestos no indispensables, así fuera afectando a miles, para programas sociales de gran calado y extensión que beneficiaran a millones.
Durante la primera quincena de diciembre del año pasado, muchos –adversarios, neutrales e incluso partidarios– no tenían una idea clara de a dónde se dirigía la 4T. Es razonable suponer que eso incluía a la mayoría de los gobernadores, que no pertenecen al partido del Presidente, a presidentes municipales y a los incontables funcionarios que se quedaron en la administración pública pensando en sortear un cambio de gobierno más pero sin comprender que se encontraban ante un cambio de régimen. Hoy hace un año la oligarquía neoliberal tenía un bastión en Puebla porque no había ocurrido aún el helicopterazo en el que murieron la gobernadora Martha Érika Alonso y su marido, el ex gobernador Rafael Moreno Valle, y ni siquiera había empezado la ofensiva en contra del huachicol (eso comenzó el jueves 27) y no eran pocos los que pensaban que todo lo vivido en el país en las semanas previas –incluida la toma de posesión de Claudia Sheinbaum como jefa de gobierno capitalino y la inmediata disolución del Cuerpo de Granaderos– formaba parte de un plan propagandístico y cosmético, a pesar de la energía y la nitidez con la que el presidente entrante marcó su deslinde con respecto a sus predecesores.
Ahora ha terminado el Año I de la 4T y está por llegar a su fin 2019, el primero completo en el que el país ha sido orientado desde el Ejecutivo a una transformación profunda, pero el azoro continúa en diversos círculos. Se equivocaron quienes esperaban que el impulso transformador se atascara en las trincheras judiciales en las que se han instalado, en las inercias institucionales y mentales del funcionariado que se heredó y en el agotamiento del respaldo popular al proyecto enunciado por AMLO. Erraron también los que deseaban conservar y ensanchar el espacio político de izquierdas radicales y apostaban a que la 4T sería sólo un cambio de envase del neoliberalismo depredador y corrupto. El hecho de que resulte tremendamente difícil condensar el recuento de lo realizado en el primer año no significa que los cambios no existan o que no sean profundos.
Este reordenamiento nacional tiene desde luego déficits: por ejemplo, no se ha logrado el crecimiento del Producto Interno Bruto –entre otras razones, porque ahora debe producirse de abajo hacia arriba, y no de arriba hacia arriba, como ocurría hasta el año pasado– ni se ha podido reducir la inseguridad y la violencia en forma de manera perceptible para la sociedad. Pero hoy se tiene mucho más claro que hace un año en qué dirección se mueve el país, y la mayoría de sus habitantes está de acuerdo, según las mediciones y lo que se palpa en el ánimo social.
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