jueves, 12 de diciembre de 2019

La OPEP a los (casi) 60

Jorge Eduardo Navarrete
En 2020, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), el otrora poderoso cártel de cuyas acciones todo mundo vivió pendiente los tres pasados decenios del siglo, alcanzará el sexagésimo aniversario de su fundación. Llega a esta fecha miliar tras una prolongada crisis que puso en peligro su continuada supervivencia y afectó enormemente su eficacia como arma de productores y exportadores en el mercado mundial del hidrocarburo. En buena parte del bienio 2014-16 la OPEP fue testigo impotente de la mayor y más aguda caída continua de las cotizaciones internacionales del crudo. Como acaba de decirlo en Viena el presidente de la conferencia de la organización, el precio de referencia de la canasta de crudos de la OPEP cayó en la extraordinaria proporción de 80 por ciento entre junio de 2014 y enero de 2016, lapso en el que los inventarios comerciales de crudo de la OCDE excedieron hasta por un máximo de 403 millones de barriles su nivel promedio quinquenal, a resultas de que entre esos años la oferta mundial de petróleo creció en 5.8 millones de barriles diarios, muy por encima del aumento registrado por su demanda global, que fue de sólo 4.3 mmbd. En otras palabras, la OPEP fue incapaz de cumplir las dos funciones centrales de todo cártel: controlar la oferta y sostener los precios.
De alguna manera, la recuperación de la OPEP ha consumido los pasados dos últimos años y parece haber alcanzado una primera culminación la semana pasada en las conferencias de otoño de 2019 en Viena, sede de la Organización: la 177de los miembros de la OPEP, el 5 de diciembre, y la 7 entre éstos y los productores no-OPEP. Recuérdese que, a partir del otoño de 2016, la OPEP decidió acudir de nuevo –tras ocho años de interrupción– a las reducciones controladas de oferta como principal instrumento de acción, aunque sin aceptar por presiones políticas que restablecía el sistema de cuotas nacionales, motivo de graves controversias que le ganaron fama de club conflictivo y rijoso. Procuró, además, hacerlo en compañía de una docena de exportadores no-OPEP, siendo la Federación de Rusia el de mayor ponderación entre ellos. Estos dos factores –el control del volumen de oferta, por una parte, y, por otra, la cooperación entre los trece o catorce asociados a la OPEP y un número similar de productores no-OPEP– han sido uno de los dos factores determinantes, del lado de la oferta, de la marcha del mercado petrolero mundial. (El otro ha sido, por supuesto, el muy dinámico comportamiento de la producción estadunidense de petróleo no convencional – shale oil).
Las consecuencias de la estrategia de contención de oferta y cooperación con productores no-OPEP han sido mixtas. Por una parte, se redujo en buena medida la volatilidad extrema de las cotizaciones, al aliviarse, al menos un tanto, la incertidumbre. Por otra, parece haberse provocado un ciclo semestral de las cotizaciones, ligado a las decisiones de las conferencias OPEP/no-OPEP. El alza (del orden de 20 por ciento) derivada del acuerdo inicial de fines de 2016, se disipó en año y medio por la debilidad de la demanda. Hubo que esperar a finales de 2018 para que un nuevo recorte, compartido por ambos grupos, diese lugar a mayor estabilidad y cierta recuperación, que, de nuevo, duró poco. Ahora, a finales de 2019, se conviene en un recorte modesto (500 mil barriles diarios), que se suma a los antes decididos.
Al añadir medio millón de barriles a la reducción de 1.2 mmbd decidida en diciembre de 2018 se busca ejercer un impacto mayor y más duradero en el mercado y las cotizaciones. Se trata de llevarlas de la franja de los 50 dólares por barril, a la de 65 a 75 dólares e incluso 80. Este último tramo, sin embargo, reavivaría los episodios de exceso de oferta y las debacles de años pasados, sobre todo ante la perspectiva de otro periodo prolongado de crecimiento global lento y, por tanto, de escaso aumento de la demanda de petróleo.
Subrayadas por diversos analistas del mercado petrolero, los acuerdos de Viena encierran algunas cuestiones que deben ser consideradas. El hecho de que se apliquen sólo al periodo enero-marzo, apenas al primer trimestre de 2020, no condice con su ambición mucho más amplia. Revela, más bien, el deseo colectivo de mantener una perspectiva incierta bajo una vigilancia continua. Habrá nuevas reuniones técnicas y ministeriales de la OPEP y de los productores cooperantes en la primera semana de marzo. Se ha hecho notar que para entonces el comportamiento del mercado difícilmente habrá tenido oportunidad de reflejar cualquier efecto del recorte de producción ampliado y que los países comprometidos quizá no hayan concluido los ajustes necesarios para ponerlo en práctica.
Los comunicados de las conferencias de Viena, por otra parte, señalan que el cambio climático, la protección ambiental y el desarrollo sustentable son preocupación central de todos los firmantes. Habrá que observar su conducta en cuanto a las acciones de abatimiento de emisiones de carbono.

Itinerario de una obsesión
Rosa Miriam Elizalde
El archipiélago cubano cabe 90 veces en Estados Unidos. No tiene litio, ni grandes reservas minerales y hasta ahora no se ha encontrado, como en México, un pozo que despierte el voraz apetito de la industria petrolera. Cuba es un palmar en medio del océano, dijo José Fornaris, poeta romántico del siglo XIX. Una isla atrapada en el ciclo infernal de la caña de azúcar, la describió Jean Paul Sartre en su libro Huracán sobre el azúcar (1961), donde intentó explicar por qué se produjo la Revolución de 1959.
Sin riquezas como las de Bolivia, Venezuela o México, y sin que Cuba sea amenaza para EU, aun así, la obsesión histórica del gobierno estadunidense por controlar al país caribeño ha tomado un cariz que sobrepasa el sentido común.
La administración Trump escogió el Día de los Derechos Humanos, este 10 de diciembre, para la entrada en vigor de la prohibición de todos los vuelos desde EU hacia Cuba –salvo a La Habana–, medida calificada como un estúpido truco político por el congresista demócrata James McGovern. Como si no hubieran apretado suficientemente, en una reunión ultrasecreta en el que el vicepresidente Mike Pence abordaba el fracaso de las políticas estadunidenses para Venezuela, trascendió que aumentarían la presión sobre la isla, a la que responsabilizan de la fortaleza que exhibe Nicolás Maduro, mientras el autoproclamado Juan Guaidó se desinfla. El embajador de EU ante la OEA, Carlos Trujillo, ofreció una entrevista a la Voz de las Américas para culpar a La Habana de lo humano y lo divino, incluidos los estallidos sociales en Chile, Colombia y Bolivia. Y todo esto ha ocurrido en una sola semana.
Obvio, con los truenos del impeachment a Trump y el escandalazo de casi 20 años de mentiras de la Casa Blanca sobre Afganistán, es difícil enterarse de esta escalada contra Cuba, que ha ido remontando vertiginosamente desde junio de 2017 hasta ahora y que ha desbaratado los tímidos pasos que inició Barack Obama para acercarse a la isla, quizás con la fantasía de doblegarla por otros métodos.
Es agobiante en Cuba despertarse todas las mañanas con amenazas y sanciones del Norte, pero nadie aquí se sorprende. Fidel Castro, el cubano que mejor conoció a Estados Unidos, nunca creyó que la mejor versión de Obama podría actuar contra la naturaleza instintiva de unas relaciones que nacieron, en el siglo XVIII, bajo lógicas imperiales. “Muchos sueñan que, con un simple cambio de mando en la jefatura del imperio, este sería más tolerante y menos belicoso. (…) Sería sumamente ingenuo creer que las buenas intenciones de una persona inteligente podrían cambiar lo que siglos de intereses y egoísmo han creado”, escribió Fidel en una de sus Reflexiones, el 15 noviembre de 2008.
El líder cubano debió tener en mente que, pocos años después de proclamar su independencia en 1776, los gobernantes estadunidenses fijaron sus intereses en la isla caribeña a la que veían como un apéndice natural de la Florida. John Quincy Adams, sexto presidente de EU, llegó a decir: “Hay leyes de gravitación política, así como las hay de gravitación física (…) así Cuba, separada por la fuerza de su conexión no natural con España, tendrá que caer hacia la Unión Norteamericana…”. Las ofertas de compra a España para que cediera la perla de su corona en el Caribe, no tardaron en llegar antes de la Guerra de Secesión.
En 1960, el ex embajador estadunidense en La Habana, Earl E. T. Smith, declaró ante una subcomisión del Senado: Hasta el arribo de Castro al poder, Estados Unidos tenían en Cuba una influencia de tal manera irresistible que el embajador estadunidense era el segundo personaje del país, a veces aún más importante que el presidente cubano. Pocos analistas vieron un alarde de inmodestia en esta declaración que recoge Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, y que expresa el desprecio y la dependencia que caracterizaron los años que van desde la derrota militar de la antigua metrópoli española en 1898 hasta la Revolución cubana, en 1959.
Estados Unidos nunca se ha recuperado de lo que significó una revolución a 90 millas de sus costas, una cura de caballo al decir de Sartre en su antológico ensayo de 1961, en la que la sociedad se quiebra los huesos a golpe de martillo, demuele sus estructuras, revuelve sus instituciones, transforma el régimen de la propiedad y redistribuye sus bienes, orienta su producción siguiendo otros principios, trata de aumentar lo más rápidamente posible su tasa de crecimiento y, en el momento de destrucción más radical, busca reconstruir, procurarse, mediante injertos óseos, un esqueleto nuevo.
A lo largo de 60 años, esta cura de caballo algunos la han visto como un espectáculo; otros, como un misterio, o un suicidio, o un escándalo, o como un hermoso desafío. Pero la clave definitiva es que se haya producido sin el embajador yanqui como personaje protagónico del teatro político local. La obsesión del imperio a esta altura es patológica, y se entiende.