miércoles, 13 de mayo de 2020

Fuerzas armadas en seguridad: preocupación inevitable.

El lunes pasado se publicó en el Diario Oficial de la Federación el Acuerdo por el que se dispone de la Fuerza Armada permanente para llevar a cabo tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria desde ahora y hasta el 24 de marzo de 2024. El decreto faculta a los integrantes del Ejército y la Marina para participar en labores de prevención del delito, salvaguarda de la integridad de las personas y su patrimonio, realizar detenciones y colaborar con autoridades federales en funciones de vigilancia, verificación e inspección, todo ello de manera subordinada a la Guardia Nacional. En cambio, los militares no podrán llevar a cabo labores de investigación para la prevención de delitos, operaciones encubiertas o análisis de información para la generación de inteligencia.
Cabe recordar que el sustento jurídico del acuerdo se encuentra en el artículo quinto transitorio de la reforma constitucional en materia de Guardia Nacional que entró en vigor el 26 de marzo de 2019 y que el decreto del lunes se enmarca en la serie de disposiciones contenidas en la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, la Ley de la Guardia Nacional y el reglamento de la misma, todas ellas promulgadas entre mayo y junio pasados.
También es necesario considerar que todas las disposiciones mencionadas se impulsaron por dos razones fundamentales: la ausencia de una corporación policiaca de alcance nacional confiable y efectiva, y la improcedencia de que las fuerzas armadas desempeñaran las tareas policiales que las corporaciones de seguridad pública existentes no lograban cumplir. En efecto, desde que el gobierno de Vicente Fox comenzó a involucrar a los militares en labores policiales, y sobre todo a partir de la guerra contra el narcotráfico desatada por Felipe Calderón, se ha señalado que la participación de los elementos castrenses en este tipo de tareas resultaba contrario a sus atribuciones constitucionales y representaba una amenaza a los derechos humanos debido a la naturaleza misma de las funciones para las cuales se entrena y capacita a las fuerzas armadas.
Por lo dicho, resulta preocupante que se prolongue por el resto del sexenio la presencia de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública: si bien se remedió la ausencia de cobertura constitucional con que los gobiernos anteriores echaron mano de los militares para suplir a las corporaciones policiacas, subsisten los cuestionamientos que Ejército y Marina han recibido por parte de organismos de derechos humanos, académicos, expertos en seguridad y otros actores sociales cuando participan en labores ajenas a las que les dan razón de ser: la defensa de la integridad territorial, la independencia y la soberanía del país.
El hecho es que los militares no han dejado de estar presentes en las tareas de seguridad. A fines del mes pasado la Secretaría de la Defensa Nacional informó que 48 mil 759 efectivos del Ejército participaban en acciones contra la delincuencia, seguridad pública, vigilancia del territorio nacional y otras actividades para garantizar la integridad, la independencia y la soberanía nacional, sin especificar cuántos de ellos estaban asignados a las primeras dos de esas tareas.
Es claro que la Guardia Nacional no ha conseguido la dimensión, la consolidación institucional ni la presencia territorial previstas, pues hasta el 26 de abril esta corporación sólo se había desplegado en 150 de las 250 regiones proyectadas y apenas contaba con 70 mil 793 de los 140 mil efectivos que se consideran necesarios para su operación plena. Aun así, el gobierno federal le debe a la sociedad una explicación transparente de las razones que le llevaron a tomar esta decisión que parece regresiva en materia de su propia estrategia de seguridad y de la demanda que el actual Presidente defendió no pocas veces en el sentido de regresar al Ejército a los cuarteles.

México SA
Covid-19 vs mercado laboral // Pérdida acelerada de empleo
Carlos Fernández-Vega
Tremenda factura la que el Covid-19 cobra al mercado laboral, porque más allá del impacto en la salud de muchos mexicanos –y de los habitantes del planeta en general– el bicho atenta contra el empleo, el bienestar social y la estabilidad económica. Primero es la vida, sin duda, pero hay que estar preparados para el coletazo más allá de la frontera sanitaria.
Muestra de ello es el informe divulgado ayer por el IMSS: en abril, 555 mil 247 personas perdieron su empleo, con lo que la cifra de afiliados se ubicó por debajo de 20 millones. El descenso más drástico, medido en forma anual, se reporta en Quintana Roo (-18.1 por ciento) y Baja California Sur (-10.8 por ciento). La desocupación registrada en el cuarto mes del año se debe a la emergencia sanitaria por el Covid-19. En el balance anual, la suma de empleos cancelados es de 451 mil 231.
Ante tal panorama la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) propone que los gobiernos de la región garanticen transferencias monetarias temporales inmediatas para satisfacer necesidades básicas y sostener el consumo de los hogares, lo que será crucial para lograr una reactivación sólida y relativamente rápida. En el largo plazo, el alcance de esas transferencias debe ser permanente, ir más allá de las personas en situación de pobreza y llegar a amplios estratos de la población muy vulnerables a caer en ella, lo que permitiría avanzar hacia un ingreso básico universal para asegurar el derecho básico a la sobrevivencia.
Lo anterior, de acuerdo con la secretaria ejecutiva de dicho organismo, la mexicana Alicia Bárcena, en el entendido de que la pobreza, la pobreza extrema y la desigualdad aumentarán en todos los países de la región. Por ello debe considerar que un ingreso básico de emergencia debe implementarse inmediatamente, con perspectivas de permanecer en el tiempo de acuerdo con la situación de cada país. Esto es especialmente relevante dado que la superación de la pandemia tomará su tiempo y las sociedades deberán coexistir con el coronavirus, lo que dificultará la reactivación económica y productiva.
Bárcena divulgó la tercera entrega del informe especial de la Cepal ( El desafío social en tiempos del Covid-19), en el que se subraya que la pandemia tiene fuertes efectos en el ámbito de la salud y profundas implicaciones sobre el crecimiento económico y el desarrollo social. Llega a América Latina y el Caribe en un contexto de bajo crecimiento y, sobre todo, de alta desigualdad y vulnerabilidad, en el que se observan tendencias crecientes en la pobreza y pobreza extrema, un debilitamiento de la cohesión social y manifestaciones de descontento popular.
De acuerdo con el organismo, las medidas de cuarentena y distanciamiento físico, necesarias para frenar la propagación acelerada del coronavirus y salvar vidas, generan pérdidas de empleo (en 2020 habría 11.6 millones de desocupados más que en 2019) y reducen los ingresos laborales de personas y hogares. La pérdida de ingresos afecta sobre todo a los amplios estratos poblacionales en situación de pobreza y vulnerabilidad, así como a las personas que trabajan en actividades más expuestas a despidos y reducciones salariales y, en general, en condiciones de precariedad laboral.
En la región, documenta, los mercados laborales suelen ser precarios: existe una alta proporción de empleos informales (53 por ciento en 2016, según la Organización Internacional del Trabajo). En 2018 sólo 47 por ciento de ocupados aportaban al sistema de pensiones y más de 20 por ciento de ellos vivían en la pobreza. Mujeres, jóvenes, indígenas, afrodescendientes y migrantes están sobrerrepresentados entre los trabajadores informales. Ante la caída del PIB en 2020 (5.3 por ciento para la región) y el aumento del desempleo (3.4 puntos porcentuales), la pobreza en América Latina aumentaría al menos 4.4 puntos.
Nadie dijo que sería fácil, pero esto se pone color de hormiga.
Las rebanadas del pastel
Vicente Fox, monumento al cinismo: Yo vivo al día y apenas tengo para comer.
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