Las resoluciones emitidas por el TEPJF –en decisiones de seis a uno y cinco a dos, respectivamente– contradicen sus propias decisiones previas, en las cuales el tribunal había instruido al INE ponderar la conducta a partir de una diversidad de criterios para imponer otra pena reclasificando la conducta, de manera que la sanción correspondiera con la gravedad de la falta y además respetara los derechos políticos de los implicados. Como señaló el magistrado presidente, José Luis Vargas, en vez de acatar dicho fallo, el INE y ahora el tribunal actuaron contra el principio pro homine al elevar la categoría de la falta (de culposa a dolosa) sin que mediaran pruebas que lo justificaran. Es decir, que ante los recursos de revisión interpuestos por los afectados hubo un ensañamiento en la sanción.
Nadie pone en duda que es deber de todos los actores políticos ceñir su actuación a los términos de la ley, pero es igualmente cierto que ésta cuenta con criterios de aplicación para evitar su uso discrecional y faccioso. En este caso, el fallo tiene todos los visos de un procedimiento no legal, sino legaloide, pues se incurrió en evidentes violaciones a la equidad y la imparcialidad al ignorar una sentencia anterior, agravar sin motivo la categoría de la falta y, para colmo, imponer a los candidatos de un partido una sanción más severa que la establecida para otros aspirantes que cometieron la misma falta.
Las consecuencias de estas resoluciones trascienden ampliamente la suerte política de los candidatos involucrados. Lo más preocupante es que reditan el escenario configurado en 2005 con el desafuero de Andrés Manuel López Obrador: mediante un pretexto jurídico menor, se buscó entonces sacar de la contienda a un aspirante con claras posibilidades de ganar los comicios. Y, al igual que entonces, se incurre ahora en una distorsión prelectoral de la voluntad popular, en la que las elecciones y su resultado se encuentran alterados en contra de uno de los partidos incluso antes de que los ciudadanos expresen sus preferencias en las urnas.
Es difícil calibrar en lo inmediato la gravedad de la crisis de credibilidad y legitimidad que han desatado en sus propias instituciones las mayorías de los órganos de gobierno del INE y del TEPJF, así como las consecuencias de tal extravío cuando se encuentra en curso un proceso crucial para el futuro de México; lo que no puede ocultarse es que ambos organismos han cargado los dados de la elección y han propinado con ello un duro golpe a la democracia en el país.
El topo vuelve con Lula, Alberto Fernández y López Obrador
Emir Sader
Yo había tomado la imagen histórica del viejo topo para reflejar el movimiento de revoluciones en historia, en mi libro El nuevo topo: los caminos de la izquierda latinoamericana. El bicho no deja de moverse, bajo tierra, aunque, durante un tiempo, estos movimientos no aparezcan en la superficie.
Son contradicciones sociales, que nunca desaparecen, aunque a veces parecen haber desaparecido. Hasta que irrumpen en la superficie, con fuerza, mostrando cómo nunca dejaron de moverse. Había hablado del nuevo mole latinoamericano, porque América Latina es la región del mundo donde este fenómeno es más vigoroso.
Con la revolución cubana, los movimientos guerrilleros estallaron o se fortalecieron en varios países de América Latina –Venezuela, Perú, Guatemala, Colombia–, hasta que sufrieron la dura derrota de la muerte del Che. Pero, a diferencia de otros continentes, donde las derrotas implican retrocesos por largos periodos, en América Latina el nuevo topo encuentra rápidamente otras formas de aparecer.
En Chile, tres años después de la muerte del Che, se eligió un gobierno, por primera vez en Occidente, que se propuso construir el socialismo a través de una victoria electoral. La modalidad innovadora tuvo gran impacto en todo el mundo, aunque la experiencia fue efímera, cortada por otra gran derrota, con el golpe de 1973.
Pero el viejo topo se trasladó rápidamente a Centroamérica, cambiando de forma, con el triunfo de la revolución sandinista y el estallido de fuertes movimientos guerrilleros en El Salvador y Guatemala. El sandinismo también tuvo grandes ecos en todo el mundo, hasta que el cambio radical en la situación internacional, con el fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y el mundo bipolar, puso límites a los procesos centroamericanos. El sandinismo fue derrotado en 1990, la guerrilla salvadoreña –con éxito– y los guatemaltecos intentaron reciclarse para la lucha política institucional.
Esta derrota sólo se superó con el surgimiento, a partir de 1998, de victorias electorales de líderes antineoiberales en América del Sur, con la impresionante sucesión de triunfos en Brasil (en 2002), Argentina (2003), Uruguay (2004), Bolivia (2006) y en Ecuador (2007). Gobiernos antineoliberales muy exitosos fueron la nueva forma de aparición del nuevo topo latinoamericano, consagrando los nuevos liderazgos de la izquierda en el mundo en el siglo XXI: Hugo Chávez, Lula, Néstor y Cristina Kirchner, Pepe Mujica, Evo Morales, Rafael Correa.
En mi libro más reciente – Lula y la izquierda del siglo XXI, publicado por la editorial LPP– seguimos la consolidación de estos gobiernos, las derrotas en varios países –Argentina, a través de elecciones, como también ocurrirá más tarde en Uruguay, Brasil y Bolivia, a través de golpes de Estado; Ecuador, por conducto de reconversiones ideológicas del candidato elegido por la izquierda–. También se sigue cómo este ciclo de restauración neoliberal fue corto, con las nuevas victorias en Argentina, con Alberto Fernández; en México, con Andrés Manuel López Obrador, y en Bolivia, con Luis Arce.
La perspectiva de la victoria de Lula en Brasil recompondría, en mejores condiciones aún, el bloque de gobiernos antineoliberales de la primera década del siglo XXI, porque se integrarían los tres principales países del continente –Argentina, México, Brasil– que, nunca en la historia del continente, se habían aliado en un proyecto progresista. El liderazgo de Lula, Alberto Fernández y López Obrador será el nuevo eje de los procesos de coordinación latinoamericanos y la construcción de gobiernos antineoliberales en el continente.
Se proyecta la tercera década del siglo XXI y un nuevo ciclo del nuevo topo latinoamericano, que puede moldear el futuro del continente a lo largo de la primera década del nuevo siglo.