De acuerdo con datos de la Organización Mundial de la Salud, la tasa de prevalencia del Covid-19 es mayor en adultos que en la niñez y la adolescencia. Investigaciones médicas han concluido que la curva de fatalidades se pronuncia en mayores de 50 años con padecimientos crónicos previos; sin embargo, el fenómeno de la pandemia tiene un triple efecto en la infancia.
En el combate a la emergencia sanitaria no solamente se lucha por garantizar la salud pública de la población en general, también debe añadirse la protección en función del interés superior del menor que abarca el acceso a la educación, a la integridad y desarrollo personal de niñas, niños y adolescentes, y mediante condiciones de justicia social resarcir la vulnerabilidad material y emocional que causa la propagación del virus a través del confinamiento, la violencia familiar y la escasa socialización activa.
En el contexto internacional se han identificado fenómenos generados por la expansión de la enfermedad que afectan a la niñez mundial. La ONU, mediante sus organismos de cooperación, ha declarado una emergencia ante la catástrofe educativa generalizada. Recordemos que los mecanismos de cooperación multilaterales son parte de los tratados internacionales firmados por México y son esenciales para comprender nuestro universo jurídico.
Henrietta Fore, directora Ejecutiva del Fondo Internacional de Emergencia de Naciones Unidas (Unicef, por sus siglas en inglés) declaró recientemente incluir a estos grupos en los programas prioritarios de vacunación a fin de otorgar la certeza sanitaria para el regreso a clases presenciales. También ha insistido en que la interconectividad no es un lujo, sino un deber para que el alumnado logre estándares universales de educación y formación para la vida, mientras los gobiernos rediseñan los aspectos estructurales de la instrucción pública que ciertamente ha cambiado ante el encierro.
Por otro lado, Filippo Grandi, del Alto Comisionado de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), ha declarado que los aspectos sociológicos de la pandemia se suman a otros factores plenamente identificados como el desalojo poblacional y la marginación derivados de la violencia racial, el control local de la delincuencia organizada y las persecuciones políticas. Cifras del Acnur indican que hay 80 millones de seres humanos desplazados, de los cuales 12.7 millones son infantes refugiados y poco más de un millón esperan asilo junto a sus progenitores. Grandi ha hecho énfasis en que parte del problema de atención de las personas desplazadas ocurre por las debilidades de los mecanismos de cooperación internacional y que aun las gestiones del Acnur y de la Organización Mundial de la Salud son insuficientes para evitar la propagación de contagios en los campamentos.
Ahora, en el caso de nuestro país, además del desplazamiento por motivos de la violencia racial y la delincuencia organizada, entre otros, la pandemia también ha incrementado la violencia familiar como resultado del aislamiento, afectando física y emocionalmente a los miembros más vulnerables de ese núcleo: mujeres, adolescentes, niñas y niños. Se ha agravado la explotación infantil ante la pérdida del empleo de los adultos. La educación formal parece estancada sin que hasta el momento queden definidas las condiciones materiales de justicia social para proteger los derechos de la infancia.
¿Qué se está haciendo al respecto y cuáles son los mecanismos jurídicos y de análisis de decisiones que deben incluirse para atender el problema de la niñez ante la pandemia?
La Suprema Corte de Justicia de la Nación considera que debe prevalecer la protección de la justicia en función del interés superior del menor, incluso ha sido enfática en que uno de sus derechos es participar en los procedimientos en los que puede afectarse su esfera jurídica, a la par que niñas y niños deben ser protegidos contra toda forma de violencia.
En ese sentido, los órganos de justicia, la sociedad, la escuela y la familia son un conjunto de instituciones protectoras de la niñez, sobre todo cuando la pandemia resulta no sólo un aspecto de crisis sanitaria, sino un potente interruptor del desarrollo integral de la infancia y la adolescencia, y de su posterior inclusión a la sociedad.
En suma, los tratados internacionales, los mecanismos multilaterales y la interpretación jurídica con enfoque de derechos humanos coinciden en el respeto de las prerrogativas de este sector de la población.
En las personas juzgadoras recae la responsabilidad de proteger los derechos universales de la niñez. A la par, el plano social, familiar y las instituciones públicas deben adecuarse a los tiempos de la emergencia sanitaria para garantizar su desarrollo, mediante un esquema de educación que trabaje con la interconectividad, pero también con la integración necesarísima en la esfera social. La escuela no debe ser un elemento geográfico que distorsione la cobertura y el acceso a la educación, sino un espacio ampliado que reconsidere el aula tradicional y que contribuya a mejorar el ambiente de crecimiento y estudio de la niñez mexicana.
Finalmente, la transversalidad de estos temas obliga, desde lo público y lo privado, a ver esta emergencia en una vertiente ampliada, ya que los daños se magnifican lastimando a la sociedad en general.
* Magistrada federal y académica universitaria
José Francisco Gallardo, general del pueblo
Gilberto López y Rivas
Como bien señaló Luis Hernández Navarro, en artículo reciente aquí, poco importa que la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) no rehabilitara a José Francisco Gallardo Rodríguez en su grado de general brigadier del Ejército Mexicano, a pesar de haber sido amparado por diversas instancias de la justicia federal y por la Suprema Corte de Justicia de la Nación de los cargos, las averiguaciones previas y las causas penales que el alto mando esgrimió en su contra, pues, ciertamente, Gallardo ha sido, y será recordado como general del pueblo.
Tuve el honor de prologar su libro La necesidad de un ombudsman militar en México (Flores Editor, 2012), que originalmente fue su tesis de maestría en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, y que provocó la ira de la alta jerarquía del Ejército y el inicio de una persecución que llevó al general a pasar en la cárcel ocho años, tres meses, 26 días y ocho horas, del 9 de noviembre de 1993 al 7 de febrero de 2002, cuando fue liberado por decreto presidencial, en cumplimiento de la resolución 43/93 (caso 11,430), emitida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, el 15 de octubre de 1996.
Como expongo en ese texto, el general Gallardo tuvo la osadía de ventilar, públicamente, la posibilidad de efectuar cambios en las fuerzas armadas en un país donde lo militar era y sigue siendo, particularmente en esta Cuarta Transformación, tema tabú de la política nacional. La respuesta inmediata de la élite castrense fue pretender reducir física, moral y políticamente a quien dentro de sus filas y con una trayectoria brillante e intachable durante más de cuatro décadas de servicio, proponía nada menos que incorporar en el orden institucional la figura de un defensor para la supervisión y el escrutinio de las fuerzas armadas.
Precisamente, en la Legislatura 57 de la Cámara de Diputados, y a partir de las propuestas del general Gallardo, en ese momento en prisión, se llevó a cabo, en noviembre de 1998, un primer foro en torno a las fuerzas armadas mexicanas. En ese momento, ilusamente, se consideraba posible hacer reformas sustanciales en esta materia, tanto constitucionales, como de leyes militares, en el contexto de lo que fue, como hoy, una fracasada transición democrática del Estado mexicano.
Han pasado más de dos décadas y habiendo experimentado la alternancia en la democracia tutelada de dos gobiernos de Acción Nacional en la Presidencia de la República, un regreso del partido de la revolución institucionalizada, y ahora, el de Morena, se observa que no se ha dado dicha transición ni se han hecho reformas al respecto; incluso, está en marcha un proceso de militarización y militarismo que no tiene parangón, por las misiones, atribuciones, competencias, beneficios y presupuestos entregados a las fuerzas armadas.
El diagnóstico que se hizo en ese foro sobre las fuerzas armadas sigue vigente. Hasta ahora, no existe supervisión, ni control parlamentario, ni mecanismos de escrutinio desde la sociedad y las instituciones civiles sobre los militares, quienes se escudan en sus fueros de guerra, la secrecía que rodea el presupuesto militar y, sobre todo, en la ausencia de una revisión de su ejercicio y comprobación por una contraloría independiente de la cadena de mando; todo ello para continuar con la impunidad, opacidad y discrecionalidad con que conducen sus misiones y vida institucional, mismas que denunció el general Gallardo y en contra de lo que luchó hasta el fin de su accidentada vida.
El general Gallardo representa, con la dignidad y el decoro con los que sobrellevó los consejos de guerra, la prisión, las agresiones y amenazas contra él y su familia, las campañas de desprestigio, a ese sector que dentro de las fuerzas armadas mexicanas se apega a la Constitución y sus leyes, y toma en serio el pacto de honor, de lealtad institucional y de compromiso moral con la patria.
Los datos autobiográficos que incluye en la introducción de su libro, narrados con un subyugante y fresco estilo, contienen un alto valor testimonial sobre cómo se va forjando un carácter y un destino desde el Colegio Militar, hasta los cuarteles y las guarniciones, enfrentado a una esquizofrénica contradicción entre la retórica de los valores y el patriotismo del cadete, y la práctica cotidiana de violencia, corrupción y ruptura de la propia disciplina y los códigos militares.
Con la misma entrega, seriedad y entusiasmo con los que se distinguió en la vida militar, condecorado Por servicios especiales, que lo llevó a ser uno de los más jóvenes en alcanzar el generalato, Gallardo obtuvo el grado máximo académico en la UNAM, con las mejores calificaciones, menciones honoríficas y recomendación de publicación, en tiempo récord. Recordemos al amigo, al colega, al compañero de lucha, al militar digno al servicio de la nación-pueblo.