En efecto, más allá de las campañas de mentiras, desinformación y verdades a medias (infodemia) procedente de medios, voces y organizaciones opositoras de México, en todo el mundo la emergencia sanitaria dio pie a fenómenos de manipulación y desinformación con los más diversos fines. En un extremo, las derechas española y argentina reprodujeron la actitud de la mexicana con el despliegue de una irresponsable estrategia de boicot a los esfuerzos oficiales para contener la propagación del coronavirus, en la cual se incluyó el uso de los tribunales para echar abajo las medidas de distanciamiento social. Por su parte, las derechas estadunidense y brasileña hicieron de la indolencia y la negación una suerte de signo de identidad entre sus simpatizantes, un desafío al sentido común que dio al traste con los sistemas de salud de sus países hasta llevarlos a convertirse en las mayores víctimas del Covid-19. Aunque este abierto desprecio por la vida humana fue decisivo en la derrota electoral de Donald Trump en noviembre del año pasado, Jair Bolsonaro sigue al frente de los destinos de Brasil, donde los estragos de la pandemia están lejos de amainar.
Junto a estos usos desde la clase política en el poder o aspirante a recuperarlo, se ha dado un resurgimiento de grupos conspiracionistas, y en particular de quienes, movidos por la ignorancia, intereses inconfesables o una combinación de ambos, se oponen a la aplicación de las vacunas e incluso a su desarrollo, estos últimos con argumentos tan absurdos como el de que las inmunizaciones son elaboradas con fetos humanos. Finalmente, la desconfianza apriorística y sistemática a las autoridades que es el sustrato de ideologías de muy diverso signo, aunada a la desesperación ante un confinamiento prolongado más allá de las predicciones más pesimistas, llevó a millones de ciudadanos en todo el mundo a concebir la pandemia como una suerte de conspiración gubernamental para el control social, y a ponerse y poner a otros en peligro ignorando las restricciones sanitarias.
Por supuesto, la mayoría, si no todas las respuestas oficiales a la pandemia han mostrado diversas falencias y, como señala la Organización Mundial de la Salud en un informe tan crítico como autocrítico divulgado ayer, una reacción más temprana y mejor coordinada pudo haber reducido de manera sensible los daños ocasionados por el virus SARS-CoV-2. Con todo, al evaluar a autoridades y a los propios ciudadanos debe recordarse que las generaciones vivas nunca habían experimentado un fenómeno de esta naturaleza, por lo que nadie pudo prever la magnitud, la intensidad y la virulencia con que el patógeno se dispersó por el mundo y se instaló en los cuerpos de, hasta ayer, 160 millones de personas.
En suma, una lección insoslayable de la pandemia es que no se debe subestimar ninguna amenaza viral y no puede relajarse la vigilancia epidemiológica por muchos años que hayan transcurrido desde el último suceso de estas características. Otro aprendizaje, no menos importante, es que la información puntual y la verdad deben imperar en todo momento y que el afán de instrumentar políticamente una pandemia es, a fin de cuentas, impulsar la propagación del virus que la causa.
Pemex: la lógica del saqueo
El director general de Petróleos Mexicanos (Pemex), Octavio Romero Oropeza, realizó ayer un recuento de las medidas adoptadas por esa empresa del Estado para revertir los negocios, contratos y ventas de plantas realizados al amparo de la reforma energética del sexenio pasado y que han derivado en gravísimos daños al patrimonio nacional. En la conferencia presidencial de la mañana, el funcionario dio a conocer que Pemex recomprará dos plantas de hidrógeno que fueron vendidas a particulares (desincorporadas, solía ser el eufemismo tecnocrático) a pesar de que eran necesarias para la operación de la empresa.
Asimismo, Romero Oropeza recordó contratos como el firmado con el corporativo Braskem-Idesa, que obligaba a Pemex a entregar 66 mil barriles diarios de etanol 30 por ciento por debajo del precio internacional, a absorber los costos del transporte y con una cláusula de etanol de 200 por ciento sobre las cotizaciones circunstanciales de ese insumo. Como consecuencia, en muchas ocasiones la petrolera nacional tuvo que adquirir etanol a precio de mercado para surtirlo al contratista con una evidente pérdida.
Otro ejemplo del saqueo a Pemex perpetrado durante sexenios anteriores es el de Agronitrogenados y Fertinal, cuyas plantas fueron compradas a particulares, la primera en ruinas y la segunda, mediante un complejo esquema de lavado de dinero en el que estuvo involucrada la corporación Odebrecht, tristemente célebre por haber corrompido a funcionarios en más de una decena de países como parte de su modo habitual de operar. Ambas fueron adquiridas a precios mucho más altos que el de su valor real.
Esos y otros negocios turbios permiten entender la verdadera naturaleza de la reforma energética peñista consumada bajo el paraguas político del llamado Pacto por México, en el que participaron los partidos Revolucionario Institucional, Acción Nacional y de la Revolución Democrática: aunque se prometió que las privatizaciones derivadas de esa modificación constitucional darían un impulso a la producción de petróleo por parte de agentes privados, el verdadero negocio consistió en devastar el patrimonio de Pemex. En lo que se refiere al crudo, cinco años después de realizada la reforma, las empresas particulares apenas aportaban 50 mil barriles diarios a una producción de un millón 670 mil barriles; es decir, algo así como 4 por ciento de lo extraído por la empresa del Estado.
La privatización energética promovida por administraciones anteriores aún cuenta con voces defensoras, por más que los hechos aquí referidos ponen de manifiesto la naturaleza depredadora y en muchos casos delictuosa de los negocios realizados al amparo de la reforma energética. Es inevitable concluir que las resistencias a eliminar tales negocios se originan en los intereses inconfesables que desearían seguir haciendo dinero fácil a expensas del erario.
Una estructura estatal para contrarrestar epidemias
Asa Cristina Laurell
Después de 14 meses de sufrir la pandemia llegó el momento de dar una nueva estructura a los organismos encargados de tomar el mando en situaciones de desastres, sean momentáneas, prolongadas, naturales o causadas por los hombres. Ciertamente, muchas veces es difícil distinguir entre los desastres naturales y los socialmente producidos. El mejor ejemplo de ello es el cambio climático, que da lugar a inundaciones, tormentas, etcétera.
Resulta evidente la poca eficacia del organismo encargado de conducir y organizar a las instituciones estatales frente a la pandemia, el Consejo de Salubridad General (CSG). Su poca capacidad operativa y para tomar de decisiones se ha demostrado fehacientemente a lo largo de estos 14 meses. Igual pasó con la epidemia de influenza A/H1N1 en 2009, cuando la Secretaría de Salud tardó meses en descubrir la presencia del virus. El CSG, cuya existencia está inscrita en el artículo 73 inciso XVI de la Constitución, viene del ordenamiento de 1857 y quedó en el de 1917. Este consejo tiene, en el papel, mucho poder, ya que es la única instancia del Estado mexicano que puede suspender los derechos ciudadanos sin aprobación previa del Congreso. Esta potestad extraordinaria expresa la urgencia de tomar decisiones en el caso de una epidemia por invasión de enfermedades exóticas en el territorio mexicano hace 164 años. Actualmente no hay ninguna razón para mantener esta situación, ya que la comunicación es instantánea.
El CSG está encabezado por el Presidente, y el titular de Salud es su suplente. Tiene además un secretario técnico. Lo componen, asimismo, siete secretarios de Estado, los directores del IMSS y el Issste, el DIF, las academias de Medicina y Cirugía y el rector de la UNAM. A ellos se añaden 22 vocales auxiliares –entre ellos, Protección Civil y los directores generales de sanidad militar y naval–, así como siete invitados permanentes. ¿Por qué esta formación poderosa no ha desempeñado un papel importante en la pandemia? La respuesta tentativa es que su estructura operativa es pequeña y no está pensada para las tareas relacionadas con las emergencias sanitarias. Con la reforma que creó el Seguro Popular e impulsó la prestación privada de los servicios médicos, las aseguradoras de salud necesitaban un organismo oficial para certificar a los prestadores privados de servicios y eventualmente a las públicas.
Éste era el papel del consejo hasta la llegada del SARS-CoV-2, y entre el secretario de Salud y el secretario técnico no lograron articular su funcionamiento eficaz en la nueva circunstancia. En la realidad se formó una instancia operativa donde los prestadores principales de servicios de salud jugaron un papel importante, como el IMSS, el Issste, los institutos nacionales de salud y localmente las secretarías estatales del ramo.
Este arreglo dio cierta capacidad para enfrentar los aspectos médicos y epidemiológicos de la pandemia, pero no se logró una respuesta integral frente a la compleja situación. No deja de ser una paradoja, porque en el CSG participan las principales secretarías de Estado relacionadas, como Hacienda, Economía, Desarrollo Social, Medio Ambiente, Agricultura, SCT y la SEP. A todas luces lo que se necesita es un organismo intersectorial para las emergencias sanitarias con alta capacidad de toma de decisiones en desastres o epidemias; debería estar encabezado por el Presidente e integrar a las fuerzas armadas y a las secretarias e instituciones directamente involucradas para darle fuerza en situaciones críticas. Resulta obvio, además, que se debe contar con un plan estructurado y ensayado para no improvisar ante una emergencia.
Los terremotos nos lo enseñaron y ahora la pandemia debería hacer lo mismo. Ciertamente, se hizo un plan al respecto por solicitud de la Organización Mundial de la Salud desde el sexenio de Fox, pero estaba guardado y nunca fue probado, cuando irrumpió la epidemia de influenza en 2009.
La otra tarea del CSG, la certificación de las unidades de salud, debería revisarse porque la calidad de los servicios es un tema muy importante. Es una encomienda compartida con la Cofepris, pero hasta ahora no se han coordinado en una certificación única. Los criterios de las aseguradoras frecuentemente son de orden legal para evitar demandas y no otros aspectos de la calidad del servicio.
Los largos meses de movilización por la salud y el sufrimiento que ha causado la pandemia deben llevar a renovar el sistema de salud y los mecanismos para mejorarlo y crear más seguridad para todo el pueblo.