El informe de la Comisión para la Verdad sobre el caso Ayotzinapa, presidida por el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, vino a ratificar lo que siempre se supo y se quiso ocultar: Fue un crimen de Estado. Con esas cinco palabras iniciamos el texto publicado en esta sección de La Jornada el 13 de octubre de 2014, a sólo dos semanas de los hechos. Entonces, a partir de la información periodística y testimonios de estudiantes sobrevivientes de los sucesos de Iguala la noche del 26 para el 27 de septiembre hace ocho años, por simple lógica llegamos a esa conclusión elemental. Seis personas fueron asesinadas −tres de ellas estudiantes, uno de los cuáles, Julio César Mondragón, fue torturado y desollado vivo− y 43 jóvenes de la Normal Raúl Isidro Burgos fueron detenidos de manera tumultuaria y luego desaparecidos en un acto de barbarie planificado, ordenado y ejecutado de manera deliberada, lo que podría configurar crímenes de lesa humanidad. Escribimos: No se debió a la ausencia del Estado; tampoco fue un hecho aislado. Forma parte de la sistemática persecución, asedio y estigmatización clasista (y racista) de los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal), hacia los estudiantes normalistas. Agentes estatales violaron el derecho a la vida de tres de sus víctimas y una fue torturada; los 43 desaparecidos fueron detenidos por agentes del Estado, seguido de la negativa a reconocer el acto y del ocultamiento de su paradero, lo que configura el delito de desaparición forzada. (C. Fazio, Ayotzinapa, terror clasista, La Jornada, 13 y 27/10/14).
Como tantas veces antes desde 1968, asistíamos a una acción conjunta, coludida, de agentes del Estado y escuadrones de la muerte o paramilitares (luego se confirmó la participación del grupo de élite de la policía municipal de Iguala conocido como Los Bélicos), apoyados por sicarios de un cártel de la economía criminal ( Guerreros Unidos), cuya misión fue realizar limpieza social y/o desaparecer lo disfuncional al régimen de dominación mediante operaciones encubiertas coordinadas por los servicios de inteligencia del Estado.
Como instrumento y modalidad represiva del poder instituido, la desaparición forzada no es un exceso de grupos fuera de control, sino una tecnología represiva adoptada de manera racional y centralizada, que entre otras funciones persigue la diseminación del terror. Los intentos iniciales del procurador general de la República, Jesús Murillo Karam (plasmados luego en su mentira histórica), de tipificar el caso de los 43 como secuestro y asesinato a manos de un grupo criminal, buscaba evitar que se le imputara al Estado la perpetración de un delito grave del derecho internacional humanitario: la desaparición forzada, noción que comprende varios crímenes, incluidos la detención ilegal y la negación del debido proceso, lo que por lo general implica la tortura y a menudo también el asesinato (ejecución extrajudicial), y que si se practica de forma generalizada o sistemática (como en México), es considerado crimen contra la humanidad continuado e imprescriptible, sin posibilidad de indulto o amnistía.
Constatamos también que hubo un uso desproporcionado de la fuerza coercitiva del Estado, e insistimos que había que investigar la cadena de mando de las autoridades que intervinieron en los hechos: las policías federal, estatal/ministerial y municipales (de Iguala, Cocula, Huitzuco, Tepecoacuilco); los agentes del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen); los oficiales y soldados del 27 Batallón de Infantería de Iguala, al mando del coronel José Rodríguez Pérez, subordinado del general Alejandro Saavedra Hernández, comandante de la 35 Zona Militar, y del denominado Tercer Batallón, una unidad de fuerzas especiales a cargo, entre otras, de las tareas de inteligencia. Con posterioridad, en su tercer informe sobre Ayotzinapa, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), confirmaría que desde 2010 la Secretaría de la Defensa Nacional (al igual que el Cisen, las policías Federal y la estatal de Guerrero) realizaba acciones de espionaje, infiltración y seguimiento de normalistas, por militares encubiertos con fachada de estudiantes que realizaban tareas de contrainsurgencia como parte del Órgano de Búsqueda de Información (OBI); se comprobaron al menos tres casos, uno, el del soldado Julio César López Patolzin, adscrito al 50 batallón de Infantería de Chilpancingo, que figura entre los 43 estudiantes detenidos-desaparecidos. Entre sus funciones estaba detectar nexos de los estudiantes con grupos subversivos, de la delincuencia organizada y todo movimiento que pusiera en riesgo la seguridad interior y la seguridad nacional. A ello se sumaban la ilegal intervención de conversaciones telefónicas, por mensajería instantánea y/o correos electrónicos de los estudiantes, a través de la plataforma ( malware) Pegasus instalada en el Campo Militar 1 y el monitoreo en tiempo real vía el C-4.
Los hechos de Iguala siguieron los cánones de la guerra no convencional (o irregular) plasmados en los manuales del Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia −asimilados por la Sedena en cursos de contrainsurgencia de la Escuela de las Américas remozados en el marco de la Iniciativa Mérida−, y pudieron incluir a agentes extranjeros de la CIA y de la DEA que actúan en México de manera clandestina desde la guerra fría.
Encinas señaló la presunta participación del entonces coronel José Rodríguez Pérez (ascendido a general brigadier un año después) y elementos del 27 Batallón de Iguala en el asesinato y desaparición de seis de los 43 estudiantes que todavía permanecían vivos el 30 de septiembre de 2014, e involucró en el crimen al general Alejandro Saavedra, comandante de la 35 Zona Militar con sede en Chilpancingo (ascendido luego a general de división y jefe del estado mayor de la Defensa Nacional) y al teniente Francisco Macías, mando inmediato superior del soldado López Patolzin, infiltrado entre los normalistas. A su vez, los almirantes Marco A. Ortega, jefe de la Unidad de Operaciones Especiales y Eduardo Redondo, titular de Inteligencia Naval de la Secretaría de Marina, participaron como enlaces operativos en la maquinación urdida por Murillo Karam. Como señala el Centro Tlachinollan, los hilos que [aún] hoy cubren la verdad están en los cuarteles.
El Pinabete: no a la impunidad
La noticia de que la Fiscalía General de la República (FGR) obtuvo órdenes de aprehensión contra tres presuntos responsables del derrumbe ocurrido hace un mes en el yacimiento carbonífero de El Pinabete, en Coahuila, en el que 10 mineros quedaron atrapados por una inundación súbita del pozo en el que trabajaban, es un paso en la dirección correcta para prevenir accidentes similares, tan frecuentes, por desgracia, en la minería.
De acuerdo con la institución, los imputados son Cristian Solís, dueño de la mina, acusado de explotar un bien nacional sin contar con concesión, permiso o autorización, y otras dos personas cuyos nombres no fueron mencionados, que presumiblemente incurrieron en responsabilidad penal al permitir que se llevaran a cabo actividades extractivas de manera ilegal. La FGR considera prófugos a los tres, habida cuenta de que no acudieron a comparecer ante el juez el pasado 11 de agosto.
Debe recordarse que las explotaciones mineras, incluso cuando cuentan con los permisos, concesiones y autorizaciones pertinentes, suelen operar con un marcado déficit de medidas de seguridad laboral y ambiental, como pudo constatarse en la tragedia de Pasta de Conchos, también en Coahuila, en la que 65 trabajadores perdieron la vida a raíz de un derrumbe, y cuyos cuerpos a la fecha no han podido ser recuperados. Otro desastre minero que sigue impune es el derrame de 40 millones de lixiviados de sulfato de cobre en los ríos Bacanuchi y Sonora, en agosto de 2014, que afectó a más de 20 mil habitantes de la región. Ambas catástrofes ocurrieron en minas operadas por Grupo México, propiedad de Germán Larrea.
Cabe esperar que el que en esta ocasión se haya decidido formular imputaciones penales contra los presuntos responsables sea el principio del fin de la larga impunidad de empresas que en aras de maximizar sus ganancias han omitido elementales medidas de protección para sus trabajadores y han desdeñado la precaución que debe observarse a fin de no dañar el medio ambiente.
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Regresión e incertidumbre en Chile
El resultado del plebiscito para la nueva Constitución chilena, realizado ayer, es inapelable: casi 62 por ciento de los votantes rechazaron el texto propuesto y únicamente 38 por ciento sufragaron en favor de aprobarlo.
Semejante resultado constituye una grave derrota para los sectores que se movilizaron en años pasados –incluso en pleno auge de la pandemia de covid-19– en demanda de una nueva Carta Magna que permitiera superar las ataduras institucionales que forman parte del nefasto legado del extinto dictador Augusto Pinochet, bajo cuyo régimen militar se impuso la Constitución actualmente vigente.
Por otra parte, el abrumador rechazo pone en un predicamento al nuevo presidente de Chile, Gabriel Boric, cuya elección fue resultado de una ola de esperanza renovadora que aspira a modificar sustancialmente tanto los términos que rigen al poder público como al modelo neoliberal para el que el país austral sirvió de laboratorio durante la tiranía que encabezó Augusto Pinochet y que en las décadas siguientes ha dejado una cauda de desigualdad, pobreza e insatisfacción social que se traduce en protestas sociales periódicas.
Adicionalmente, por más que resulte ineludible la necesidad de dejar atrás la constitución pinochetista, el resultado del referendo de ayer deja en la indefinición el camino y el calendario que habrán de seguirse para elaborar una nueva Carta Magna.
Queda, pues, una nación que rechaza en forma mayoritaria la Constitución vigente, pero que no logró formular un consenso y ni siquiera una mayoría para un documento alternativo.
Se impone, en lo inmediato, la necesidad de que los liderazgos sociales, los gobernantes y la clase política en general esclarezcan los aspectos del texto constitucional propuesto que causaron el rechazo mayoritario y se aboquen a analizar los pasos necesarios para convocar a un nuevo organismo constituyente. Por el bien de los chilenos cabe esperar que sea pronto.