En términos jurídicos, el debate gira en torno a dos puntos: si pueden invocarse tratados internacionales para anular el contenido de la Carta Magna, y si el Poder Judicial puede interferir en las decisiones del Legislativo, que aprobó el artículo 19 constitucional en el que se establece el mecanismo cuestionado.
Al respecto, el ministro Alberto Pérez Dayán expresó no ser quién para desprender hojas de la Constitución; la ministra Loretta Ortiz señaló que se incurriría en una falacia si al tiempo que estamos llamados a defender la ley suprema, llamáramos a desaplicarla, lo cual supondría poner entredicho la división de poderes y el estado de derecho, y la ministra Yasmín Esquivel respondió con un no tajante a la pregunta de si un poder constituido puede dejar de observar y cumplir la Constitución y privilegiar la observancia de un tratado internacional contra la letra expresa del artículo 133 de la propia Carta Magna. La ministra Margarita Ríos Farjat incluso consideró que desbaratar el pacto constitucional supondría instaurar “ de facto un gobierno de jueces”.
Por éstas y otras consideraciones, es probable que el proyecto original del ministro Aguilar sea rechazado el jueves. Sin embargo, ello no significa que la PPO salga incólume de la controversia en curso: la misma ministra Ríos Farjat sugirió que un camino para acabar con ella sería interpretar el texto constitucional de manera que deje de ser una disposición automática y equivalga a que oficiosamente la decretará el juez si observa que es necesaria, lo que se traduciría en una oficiosidad discrecional. El ministro Javier Laynez Potisek alegó que haber ampliado la lista de delitos a los cuales se puede aplicar la PPO es un fraude a la Constitución, por lo que la medida podría invalidarse para los supuestos aprobados en 2019, entre los que se cuentan el enriquecimiento mediante actos de corrupción, el abuso sexual contra menores, el feminicidio, el robo de hidrocarburos y la desaparición forzada.
En la ponencia del ministro Aguilar se indica como argumento fundamental para poner fin a la prisión preventiva oficiosa que ésta golpea en forma más dura a las personas en situación de pobreza extrema que no pueden acceder a una defensa adecuada y, por estar privadas de la libertad, condena a sus familias a la precariedad y a permanecer en pobreza, postura acompañada por el presidente de la Suprema Corte, Arturo Zaldívar.
Ayer el presidente Andrés Manuel López Obrador señaló que en su gobierno se ha procurado liberar a quienes han estado injustamente en la cárcel, que eran inocentes o fueron víctimas de tortura: desde 2021 se habían concedido 131 amnistías y sólo entre julio y el 5 de septiembre de este año tuvieron lugar mil 922 preliberaciones estatales y 276 federales. Asimismo, el mandatario alertó acerca de los peligros de eliminar la PPO: si los jueces tuvieran que decidir en cada caso la aplicación de la prisión preventiva, como propone Aguilar Morales, quedarían libres quienes tienen dinero e influencias, pero además los juzgadores se verían expuestos tanto a sobornos como a amenazas en la lógica de plata o plomo.
En un contexto en que existen patentes esfuerzos gubernamentales para sacar del sistema carcelario a quienes han caído en él como producto de la injusticia, el afán por eliminar la prisión preventiva oficiosa aparece inevitablemente teñido por la sospecha de una dedicatoria para facilitar la impunidad de determinados grupos. Esta suspicacia se acrecienta cuando se recuerda que hasta hace apenas tres años la corrupción no era clasificada delito grave, y en la actualidad hay un número sin precedente de personas procesadas por este ilícito que atenta contra el conjunto de la nación.
A contrapelo de lo que sostienen algunos integrantes de la SCJN (así como voces mediáticas y políticas que invocan, en forma honesta o no, los derechos humanos), librar la prisión preventiva a la discrecionalidad de los juzgados abriría la puerta a una justicia clasista, en la que las personas de mayores recursos usarían su dinero e influencias para tramitar amparos, contratar despachos poderosos y corromper funcionarios a fin de enfrentar los juicios en libertad.
Cabe esperar que los integrantes del máximo tribunal resistan las presiones de quienes buscan debilitar los instrumentos disponibles para hacer frente al abuso, la corrupción y la impunidad.
Inversiones
Luis Linares Zapata /II
Cambiar la usanza de gobernar para las élites por la del pueblo –los pobres en especial– ha ocasionado mayores consecuencias transformadoras. Al hacerlo, el cúmulo de asuntos engarzados con esta intencionalidad ha condicionado el actuar gubernamental. Apegarse con rigor constante a ese destino ha tenido una serie de consecuencias inevitables desde varias perspectivas. Las de cariz positivo se centran en el cerrado apoyo ciudadano-popular para con los esfuerzos de justicia distributiva que se llevan a cabo. Pero esta realidad, vivida durante los más de tres años transcurridos, ha ocasionado la férrea oposición de los afectados y sus aliados, destacadamente los de carácter mediático. Unas y otras dan forma al rejuego político del presente y, de seguro, lo seguirán haciendo en el futuro previsible.
Fijar la vista y las atenciones en los de arriba fue una abarcadora manera de gobernar. Sus derivadas, por tanto, fueron incontables. Siendo el empobrecimiento de la base trabajadora la trascendente. Y, con ello, el grotesco desbalance en la igualdad ansiada. Sin tregua alguna, las inversiones se fincaron como la prioridad celosamente observada durante décadas. Exceptuar cualquier actuación gubernativa de este angosto cauce era, de inmediato, rectificado con perdones y favores implícitos. Poco o nada debía entorpecer tan crucial comportamiento. Todo un andamiaje se erigió alrededor de las inversiones como política de Estado de estricta observancia. No sólo de su parte central, como medida del crecimiento económico, sino que toda respetabilidad y confianza dependían de ella. Salirse, aunque fuera momentáneamente, de este principio ordenador, conduciría –se afirmaba con vehemencia– a inestabilidades varias: fuga de capitales, desconfianza en la gobernanza, crisis devaluatorias, nulo crecimiento, mal gobierno. La lista de dolores y penas que se tienen previstas, y normalmente experimentadas, se puede extender casi al infinito.
Las facilidades, concesiones, apoyos y tersuras para con los inversionistas se elevan, dentro de esta escala de actuar y pensar, más allá del rango constitucional. Nada puede ni debe afectar el libre flujo de las inversiones, se predicó a manera de sutil mantra. Tocar tan sensible materia ocasiona esperanzas frustradas y sentires encontrados. Las inversiones se deben colocar en el mero centro de la atención y, su protección, deberá incluir hasta mandatos de ley y tratados internacionales. Para ellas, y sus actores, todo debe ensamblarse a la perfección. Un paso en falso, una mirada ajena o paso lateral y la confianza se tambalea y se evapora. Así es el mundo en que se vive inserto y no hay otro camino se ha llegado a fijar en códigos varios. Es por este tipo de formas y maneras que, cuando se gobierna –como mandato prioritario– para los excluidos de los bienes esenciales, se transgrede una serie de valores y devienen las desagradables consecuencias: ralo crecimiento. Y, con ello, la imposibilidad de atender las reivindicaciones populares que se desean. La presión sobre sucesivos gobiernos nacionales, al mirar siempre hacia arriba, ocasionaron la congelación de los salarios. El empobrecimiento fue brutal durante los pasados 40 años. La contracción del gasto no pudo, por consiguiente, actuar como detonante del crecimiento y, tampoco, como inductor de la inversión. En esta dura realidad radica mucho del ya histórico bajo crecimiento del PIB. La clara conciencia actual, en cambio, conlleva la restitución del poder adquisitivo. Pero, y a pesar de los consecutivos incrementos a los minisalarios (60.3 por ciento) habidos estos años, apenas se ha recuperado 65 por ciento del poder perdido. Esta fue una efectiva trampa al desarrollo en que se incurrió.
¿Se pueden imaginar rutas alternas? El orden prestablecido niega toda desviación por nimia que sea. Aunque intentar o, al menos, matizar tan estricta conducta es no sólo posible sino un deber de conciencia política. Bien se saben y conocen las duras consecuencias en pobreza, desigualdad y exclusión que acarrea tal forma de gobernar en exclusiva para las élites y sus aliados. Mirar, ahora, hacia abajo, no se aparta de alentar y hasta buscar inversionistas. Pero esta búsqueda debe insertarse en un contexto de prioridades con justas reivindicaciones. Es posible imaginar límites, basados en valores distributivos, como superiores enfoques. No cualquier ramo de actividad puede ser susceptible de recibir inversiones privadas. Tienen que apartarse aquellos que, por seguridad nacional, por soberana voluntad, por conveniencia o por estricta justicia, quedan reservados al Estado. Otros donde las inversiones privadas deben reducirse al mínimo o ser pensadas como estrictamente complementarias. Y en esta revaloración está enzarzado el actual gobierno.