viernes, 10 de febrero de 2023

La descomposición de la democracia.

Raúl Zibechi
Existe consenso en cuanto a la conveniencia de la democracia y el rechazo a la dictadura. Pero este consenso oculta ideas opuestas sobre qué entendemos por democracia y dónde ponemos el énfasis: desde quienes priorizan el sistema electoral y el sufragio hasta quienes entienden por democracia un auténtico reparto igualitario del poder (Immanuel Wallerstein).
Los medios hegemónicos, los partidos y los capitalistas, enfatizan en la realización periódica de elecciones para elegir presidencias y parlamentos, con libertad de prensa, diversidad de candidatos y la posibilidad de rotación en dichos cargos. Reducen la democracia al acto electoral y a la existencia de ciertos derechos civiles, aunque la extensión de éstos suele quedar a discreción de los gobiernos de turno.
El derecho de manifestación, por ejemplo, suele quedar seriamente restringido durante las crisis económicas y políticas, durante las emergencias sanitarias y cada vez que el Poder Ejecutivo impone estados de excepción. Se ha hecho costumbre que la policía establezca cordones que rodean las manifestaciones, cuando antes se establecía a distancia para intervenir sólo en caso de incidentes.
De ese modo, amedrenta a los manifestantes y acota seriamente el derecho a manifestarse. Como señaló Foucault, la policía es el golpe de Estado permanente, de modo que los aparatos armados legales son utilizados cuando el poder y los poderosos consideran llegado el momento.
El derecho de huelga también suele ser menoscabado, al imponerse servicios mínimos que neutralizan los efectos de las paralizaciones de los trabajadores, como se está debatiendo estos días en Inglaterra, y antes en tantos rincones del planeta.
Con la libertad de expresión sucede algo peor aún: la concentración de medios con carácter monopólico, neutraliza un derecho básico, ya que el acceso a la comunicación es enormemente desigual según clase social, color de piel, edad y regiones o barrios donde cada quien resida. El monopolio de los medios excluye las expresiones políticas antisistémicas y es uno de los mayores obstáculos para el funcionamiento de una democracia verdadera.
El crecimiento exponencial de la desigualdad está revelando que la democracia es una fantasía, porque la concentración de la riqueza se produce en pleno funcionamiento democrático, bajo gobiernos de cualquier signo y color, sin la menor interrupción. El uno por ciento más rico había capturado en la última década alrededor de la mitad de la nueva riqueza; pero desde 2020 se apoderaron del doble que el restante 99 por ciento de la población mundial, según Oxfam (https://bit.ly/40jele8), con la bendición de las instituciones democráticas.
La democracia es una fábrica de ricos, en realidad de mutimillonarios, porque los que representaban a los trabajadores se pasaron al bando de los empresarios. La socióloga estadunidense Heather Gautney sostiene en entrevista con Truthout: El Partido Demócrata en un momento particular, antes de Bill Clinton, tomó la decisión de cortar los lazos con los trabajadores y construir lazos con las corporaciones (https://bit.ly/40RNA11).
Gautney es autora de El nuevo poder de la élite, inspirado en el célebre trabajo de Wright Mills La élite del poder, de 1956, que ofreció una crítica potente de la concentración de poder político, económico y militar, que influenció a los movimientos de la década de 1960.
Sostiene que la desigualdad es un programa de clase que incluye a demócratas y republicanos, lo que en América Latina debemos interpretar como derechas y progresismos, empeñados ambos en promover los intereses de las clases dominantes y el capitalismo. Ambas corrientes fomentan las grandes obras de infraestructura, la minería y los monocultivos, que son los modos en que se presenta el neoliberalismo en este continente.
Agrega la socióloga que la manipulación de la población ha crecido de modo dramático: Hoy, un pequeño número de personas ejerce más control sobre los medios de comunicación que cualquier dictador en la historia. Sin desmontar el poder de las élites, e impedir que se formen otras nuevas, no habrá nunca cambios estructurales
Para los sectores populares la democracia siempre fue un medio para defender sus intereses, nunca un fin en sí mismo. Para Wallerstein el sufragio universal tiene por objetivo integrar a las clases peligrosas, punto en que coincide el historiador Josep Fontana en su libro Capitalismo y democracia. Afirma que la hegemonía cultural impuesta por la burguesía (en el siglo XIX), buscó y consiguió integrar a los trabajadores en su visión de la sociedad y de la historia.
Pero la democracia cumple un papel adicional: consigue ocultar que el capitalismo necesita el juego democrático para colonizar todos los poros de la sociedad a través del consumismo. Las izquierdas electorales defienden este camuflaje, al trasladar los conflictos de clases, sexos y colores de piel al terreno institucional, donde se desvanecen en leyes y regulaciones.

Narcos, terroristas y falsas banderas
Pedro Miguel
La noche del 15 de febrero de 1898, en el puerto de La Habana, el acorazado estadunidense Maine fue destruido por una explosión que mató de inmediato a 266 de sus tripulantes. De acuerdo con la mayoría de las muchas investigaciones efectuadas desde entonces, salvo una, indican que la tragedia se desencadenó por el estallido de los almacenes de pólvora de la nave. Pero la US Navy salió con una historia distinta: el buque había sido destruido por una mina, especie que fue difundida en forma obsesiva y delirante por los diarios de Randolph Hearst y de Joseph Pulitzer. Aun dando por buena la falsificación, era imposible saber quién había colocado la tal mina, si es que había sido instalada y no llevada desde algún lugar por las corrientes marinas. En unos pocos días los medios convirtieron la dudosa mina en un torpedo español. Y es que el propósito de semejante invento no era establecer la verdad, sino azuzar a la sociedad estadunidense en contra de España, a la que por entonces pertenecía Cuba, para iniciar una guerra que acabaría por arrebatar la isla al imperio europeo en decadencia.
Así es Washington y no hay motivo para suponer que haya cambiado en más de un siglo transcurrido desde el hundimiento del Maine. A fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Alemania nazi se respiraba el hedor de la derrota, sus ingenieros militares fueron presionados para diseñar un avión o un cohete de dos etapas capaces de llevar bombas sobre objetivos estratégicos situados en la costa este de Estados Unidos. Tales proyectos, conocidos como Amerika Bomber y Amerika-Rakete, eran frutos de la desesperación: el régimen nazi habría necesitado una década más de desarrollo tecnológico para fabricar un misil intercontinental (arma que no aparecería hasta 1959) y un plazo similar para construir una bomba atómica; estaba cada vez más escaso de materias primas y los bombardeos aliados hacían imposible encontrar un sitio seguro para el ensamblaje de tales artilugios. El primero se quedó en un prototipo inservible y el segundo no pasó de la mesa de diseño. Pero las autoridades estadunidenses aterrorizaron a la población de Nueva York con la idea de que podía ser inminente un ataque alemán en contra de la ciudad y organizaron simulacros de desalojo y ocupación de refugios antiaéreos.
Y qué decir de las monumentales mentiras esparcidas por el Departamento de Estado en 2003 sobre las supuestas armas de destrucción masiva en pretendida posesión del régimen de Bagdad. Por aquel tiempo, Colin Powell se desgañitaba en la máxima tribuna de la ONU para alertar sobre ataques con drones que Saddam Hussein iba a lanzar sobre territorio estadunidense. O qué pensar del espectáculo paranoico que la presidencia de Joe Biden montó hace unos días para destruir un globo chino que, meteorológico o espía –crea cada quien lo que quiera– no era motivo de movilización de las fuerzas aeroespaciales de la superpotencia. El paso del artefacto oriental sobre territorio de Estados Unidos fue un pretexto de ensueño para agitar a la opinión pública y hacerle sentir que se encuentra bajo una amenaza inminente y terrible.
Va todo lo anterior por el disparatado y muy canalla documento (https://is.gd/LbY4zY) que firmaron 21 fiscales estatales del país vecino en el que piden a la Casa Blanca que clasifique a los cárteles mexicanos de la droga como organizaciones terroristas extranjeras, porque tales grupos delictivos realizan una diaria guerra química contra los ­estadunidenses.
Y en lo que parece un viaje de drogas más que un análisis sereno, los firmantes aducen que la amenaza de los narcos es aún más grande por los conocidos nexos entre los cárteles mexicanos y las organizaciones como Hezbolah.
La mención de una epidemia de adicciones causada por empresas farmacéuticas del propio Estados Unidos como una guerra química es a todas luces un disparate y la pretensión de catalogar como terroristas a los cárteles resulta un disparate mayor: los traficantes de drogas no actúan movidos por un celo político o religioso, sino por el propósito de ganar la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible, en la forma más desregulada y en un entorno altamente competitivo, es decir, son hombres de negocios plenamente instalados en el paradigma neoliberal. Su aliado principal no es Hezbolah, sino Wall Street, que es donde se lava el grueso de las ganancias ilícitas producidas por el negocio, y tienen como socios preponderantes a la CIA –que les diseñó las rutas de la cocaína hace cuatro décadas–, la DEA, que les echa la mano con el blanqueo de capitales y la oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego de Estados Unidos, que les ha enviado muy generosos suministros de armas de alto poder.
Lo peligroso de esta perversidad es que si Biden y el Departamento de Estado prestaran oídos a esta perversidad, Washington se consideraría con derecho para asesinar a cualquier persona en territorio mexicano: Es que era terrorista.
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