lunes, 14 de abril de 2025

Trump, el mentiroso.

Iván Restrepo
En su discurso de toma de posesión como presidente, Donald Trump dijo: Tenemos algo que ninguna otra nación manufacturera tendrá jamás, la mayor cantidad de petróleo y gas de cualquier país de la Tierra, y lo vamos a utilizar. Y agregó Volveremos a ser una nación rica, y ese oro líquido bajo nuestros pies nos ayudará a lograrlo.
El mandatario aseguraría después que su país estaba en una emegencia energética nacional y, por tanto, debía alentar al máximo la explotación de hidrocarburos. Pero esa fue su enésima mentira desde que ocupa la Casa Blanca. La producción de petróleo y gas alcanzó niveles nunca vistos durante el gobierno de Joe Biden, su antecesor. Además, la energía eólica y la solar superaron por primera vez en la historia a la generación de energía proveniente del carbón. No había, por tanto, razón para aprobar, por ejemplo, la perforación de pozos de petróleo y gas en el Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico de Alaska, una de las últimas áreas prístinas de Estados Unidos (EU).
Además, durante el gobierno de Biden, EU tenía planeado reducir las emisiones de gases de efecto invernadero del país en más de 60 por ciento para 2035. Y quintuplicó el financiamiento internacional para combatir el cambio climático aportando 9 mil 500 millones de dólares anuales. Todo lo anterior es ya historia. Como también su participación en el Programa Mundial de Alimentos, donde es el mayor donante. Y ello cuando aumentan la sequía y el hambre en decenas de países fruto del calentamiento global.
Todo el retroceso en el campo ambiental a favor de la industria de combustibles fósiles se explica, entre otras cosas, por la donación que ella hizo a la campaña electoral de Trump: casi 100 millones de dólares. Una cifra muy pequeña si se compara con las ganancias que registra diariamente: 3 mil millones de dólares durante el último medio siglo.
Además, el gabinete de Trump brilla por favorecer la explotación y procesamiento de combustibles fósiles. Su secretario de Energía, Chris Wright, dirige la mayor empresa de fracking del mundo y sostiene, igual que Trump, que no hay una crisis climática y tampoco estamos en medio de una transición energética. Que todo eso es un invento de los chinos. También en la Agencia de Protección Ambiental despacha Lee Zeldin, personaje que durante ocho años como congresista se opuso sistemáticamente a las políticas ambientales y climáticas. Ya mencionó planes para reducir las regulaciones, incluidas las normas sobre contaminación del aire.
La poderosa industria de combustibles fósiles tiene entonces motivos suficientes para celebrar los cambios de política energética. Igual que el Consejo Estadunidense de Química, poderoso grupo de presión que preside Chris Jahn, quien representa a los fabricantes de esos energéticos y también los de la petroquímica. Destacadamente Exxon Mobil y Chevron.
Esos grupos tan influyentes conocen los impactos del cambio climático desde hace mucho tiempo, pero minimizan los riesgos y tienen sus cabilderos que niegan dicho cambio. Saben de los indeseables efectos que ocasionarán las nuevas políticas energéticas estadunidenses. Uno ya comprobado por los especialistas: Las emisiones de dióxido de carbono originadas en EU podrían anular los avances globales en materia de energías renovables registrados los últimos cinco años. Un estudio de Carbon Brief, con sede en Reino Unido especializado en la ciencia y las políticas del cambio climático, prevé que durante el segundo mandato de Trump se generarán 4 mil millones de toneladas adicionales de emisiones de dióxido de carbono, suficiente para anular el doble de todas las reducciones de emisiones logradas mediante el despliegue global de energía limpia en los últimos cinco años.
EU es el segundo mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo, detrás de China. Lo será ahora más, cuando 2024 es el más cálido registrado y el primero en superar el umbral de calentamiento de 1.5 grados Celsius que pretendía evitar el Acuerdo de París. Ahora el planeta se encamina hacia un calentamiento de 3.1 grados Celsius para fines de siglo. Algo que tendrá consecuencias catastróficas para miles de millones de personas en el mundo. Pero no para Trump, el mentiroso.

Del dinero
León Bendesky
Hay un par de cuestiones destacables en la forma en que se desenvuelve hoy la disputa política y económica a escala mundial. La primera tiene que ver con la destrucción de valor. Ésta se expresa en la caída significativa de la cotización de las acciones de las empresas en los mercados de valores (es cierto que algunas de ellas estaban sobrevaluadas por el efecto de la especulación). Se advierte, también, en la caída del precio de los bonos de la deuda pública, como son los emitidos por el Tesoro de Estados Unidos. Del mismo modo, se manifiesta en la reducción de la actividad productiva y del empleo que se genera en el entorno de incertidumbre provocada por las restricciones impuestas al comercio exterior.
La segunda cuestión, estrechamente ligada con la anterior, tiene que ver con la expresión política del dinero, según lo propone Stefan Eich en su importante libro titulado La moneda de la política.
El dinero, como insiste Eich, establece una relación íntima con el tiempo. Como Keynes observó, es un instrumento que vincula el presente con el futuro; como ocurre con el ahorro y la inversión. Este es un aspecto que se asocia, precisamente, con el asunto de la creación o destrucción de valor.
El advenimiento del crédito público (aquel que se opera en los mercados de crédito) reafirmó la cualidad temporal del dinero, mediante la red de derechos que vinculan al presente con el futuro, un futuro que, como bien indica Eich, puede incluso ser diferido permanentemente. Así pues, el crédito público moderno modificó la naturaleza misma del Estado y sus relaciones con los ciudadanos, como sucede con la emisión de la deuda pública.
El carácter sistémico del mercado de deuda del Tesoro estadunidense se expresa en el enorme valor al que ha llegado, del orden de 28.6 billones de dólares. Tiene, aún, una función como instrumento de seguridad asociado con el carácter de reserva mundial del dólar y que ahora está en suspenso. También constituye un relevante medio de influencia política, tanto del lado del deudor como del acreedor; en este caso, Japón y China, son los dos más grandes tenedores de dicha deuda. Los objetivos de ajuste que se han planteado ahora de modo explícito para reducir el déficit comercial y reforzar la actividad industrial están asociados con el abultado saldo de la deuda pública.
Apunta Eich un asunto de relevancia cuando afirma que el dinero es el campo de batalla de las concepciones en conflicto sobre el futuro. Esto puede apreciarse hoy de manera clara en lo que define como la discrepancia entre el horizonte de expectativas que se extiende y, en paralelo, un espacio de experiencias crecientemente inestable que se amplía. Esta referencia es útil para caracterizar la situación de abierta disputa provocada en el entorno internacional y la serie de repercusiones que tiene sobre los distintos agentes económicos.
Una cuestión que corresponde al modo en que se ha expuesto el conflicto se vincula, finalmente, con un replanteamiento de la hegemonía de Estados Unidos en el ámbito internacional. Otra faceta se remite al modo de actuar que de ahí se ha desprendido y una tercera abarca el proceso para alcanzar un nuevo equilibrio a escala nacional e internacional. En este entorno es que se habla del prospecto de un nuevo momento Bretton Woods; es decir, un rediseño radical del sistema financiero global.
En esa misma perspectiva se ha planteado también un marco de análisis para considerar una condición que se ha descrito como un interregno. Este apunta al escenario en el que se manifiesta la crisis por la que atraviesa el sistema internacional liberal. Tal situación se ha enmarcado analíticamente en la convergencia de distintos espacios: uno de ellos se ubica en el nivel de la economía política global, otro que corresponde al papel que cumplen los Estados y, finalmente, está aquel que abarca la consiguiente agitación del entorno sociocultural. El debate actual abarca la transformación que está en curso en dicho sistema liberal y lo que puede venir después. Tal perspectiva comprende escenarios como la evolución de la disputa entre Estados Unidos y China, la posibilidad de configurar un sistema multipolar, o bien, como apuntan algunos, el caos y lo que éste conlleva. La transición, en su forma y duración, hacia cualquier escenario que pueda prefigurarse es, por supuesto, conflictiva.
Como advierte el historiador Adam Tooze: Hablar de dinero es hablar de política. Lo que se está cancelando es un patrón monetario internacional basado en la convertibilidad del dólar en oro, el que desde hace 55 años se transformó en un sistema de dólar inconvertible, pero que no dio curso a otro que se aproximara a un entorno dinerario abiertamente político.
La premisa de este modo de concebir el problema es que, en esencia, el dinero no puede despolitizarse por completo, como se pretende, por ejemplo, desde los movimientos libertarios. La afirmación de que el dinero no tiene respaldo alguno (el dinero fíat) es un rasgo que tiene que encuadrarse de modo empírico. Primero está el hecho de que tal dinero opera en el mercado; otro aspecto tiene que ver con todo el entramado macroeconómico que respalda el valor del dinero: la operación del banco central, de los ministerios de Hacienda, los entes reguladores, las instituciones financieras internacionales y demás. Esto no implica aquí justificación alguna, sino el mero hecho de que el sistema de respaldo opera, lo que no excluye –claro está– el surgimiento de crisis, y tampoco significa que los episodios de ajuste sean eficientes. Esto pone en perspectiva el desenvolvimiento de instrumentos basados en las criptomonedas (como el bitcóin), o bien, una cuestión muy distinta que es el desarrollo de monedas digitales por parte de los bancos centrales. En todo caso lo significativo es, como dice Tooze, que hablar de dinero es hablar de política; que el dinero es una expresión de poder social y de la confianza apalancada por el Estado y el capital.

El sueño de Errol Musk
Hermann Bellinghausen
Hay ambiciones que ni Balzac hubiera imaginado. Cada mañana al amanecer, el multimillonario canadiense-sudafricano Errol Musk puede pensar con satisfacción: Mi hijo es el hombre más poderoso del mundo. Y está comprando, a buen precio, el gobierno de Estados Unidos. No obstante, como en la tragedia clásica, padre e hijo se detestan. Elon Musk lo ha calificado de terrible ser humano, capaz de maldades inimaginables. Errol ha llevado una vida de tabloide, con escándalos financieros y personales, romances, hijos lícitos o insólitos. De su primogénito (nacido en 1971) suele hablar mal. Por ejemplo: No ha sido un buen padre. El primer bebé estaba demasiado tiempo con niñeras y murió al cuidado de una. Si Elon escucha esto, me va a disparar o algo así, pero de todos modos es lo que pienso: eso no es bueno, demasiado ricos, demasiadas niñeras. El burro hablando de orejas.
También piensa que Elon tiene demasiadas cosas en la cabeza, sobre todo desde que ocupa un puesto en el gobierno de Donald Trump. Quiere llegar a Marte, vender carísimo todo lo que fabrica, dirigir el mundo y más dinero. En pocas semanas perdió y ganó cantidades astronómicas de dinero en el casino global, haciéndolo el hombre más rico del mundo. Según Errol, el juego de su hijo puede resultar catastrófico.
Nacido en 1946 de padre sudafricano y madre británica, Errol se educó en un colegio exclusivo. Bajo el régimen del apartheid hizo gran fortuna y también explotando minas de esmeraldas en Zambia. Se enriqueció con el extractivismo sin freno en el continente. Su difusa trayectoria política empezó con una engañosa oposición al régimen de Pretoria, pero pronto quedó claro que lo suyo era el apartheid. Los Musk no son afrikáners (o bóeres, los viejos colonos neerlandeseses que en 1902 perdieron contra Inglaterra la guerra y el poder), sino británicos, los verdaderos dueños de aquella Sudáfrica.
Errol sigue hoy en Sudáfrica. En sus minas de África Central, las condiciones de los trabajadores han sido sistemáticamente miserables, como en tiempos del apartheid. En 1970 se casó con la modelo y escritora de origen canadiense Maya, hija de Joshua Heldeman y madre de Elon Musk (éste posee pasaporte canadiense gracias a ella). Chris MacGreal, corresponsal de The Guardian, ha documentado el historial de estas familias. En entrevista con Amy Goodman, señaló que, antes de dejar Canadá, ese Joshua encabezó durante la década de 1930 el movimiento Technocracy Incorporated, que, en esencia, pretendía borrar la democracia en Canadá y Estados Unidos, y hacer que gobernaran los tecnócratas, lo cual hoy puede sonarnos familiar. Para los vientos que soplaban entonces, esto convertía al partido en fascista y fue prohibido. De hecho, simpatizaba con la Alemania de Hitler. Joshua se refugió en Sudáfrica. El propio Errol ha dicho que su abuelo era abiertamente nazi y quería estar con los afrikáners.
Elon vivió en Sudáfrica hasta los 18 años, cuando su madre se divorció de Errol. Cuando Elon se instaló en Canadá, y eventualmente en Estados Unidos, era ya extremadamente rico, dice MacGreal. Desde la posguerra, Sudáfrica se volvió un santuario para la ideología nazi; una variante de lo ocurrido en nuestro Cono Sur.
Tenemos pues todo un arco de poderes en un imaginario de estricta matriz anglosajona, protofascista por los cuatro costados. Hasta suena chistoso que Donald Trump, entre sus muchas ocurrencias, ofrezca asilo en Estados Unidos a los afrikáners, supuestamente perseguidos por el gobierno de Sudáfrica. Pobres blancos, con tanto negro alrededor.
El gobierno sudafricano fue el que metió a Israel en problemas con la Corte Internacional de La Haya por el genocidio en Gaza. De ahí la animosidad trumpiana contra ese país. Ya en el primer periodo del magnate, la organización AfriForum de granjeros afrikáner, inventora del bulo genocido blanco, entró en contacto con el régimen de Washington, y ahora lo reactiva presentándose como víctima de la liberación sudafricana. Las mismas técnicas de Trump, al ladrón, al ladrón mientras roban; es natural que se entiendan.
Rachel Savage, también en The Guardian (10/3/25), registra las opiniones de Elon Musk sobre las reformas agrarias en su país de origen, que buscan favorecer a los productores negros. Las considera racistas contra los blancos que constituyen 7 por ciento de la población total, aunque siguen siendo dueños de 70 por ciento de la tierra cultivable.
En Sudáfrica existen millonarios blancos, como Errol, y una clase acomodada de larga alcurnia encerrada en burbujas de privilegio. El régimen posapartheid impulsa leyes en favor de la población negra. Eso dificulta los negocios de los Musk, el local y el gringo. El primero y sus pares no desean soltar ventajas y riquezas. El segundo pretende vender su sistema saltelital Starlink a inversionistas blancos de Sudáfrica, pero las nuevas leyes lo obligan a negociar con 30 por ciento de empresas propiedad de inversionistas negros.