Octavio Rodríguez Araujo
El reportaje de Patricia Muñoz en este diario sobre el Congreso del Trabajo (28/3/16) es no sólo revelador sino que presagia el futuro de la clase obrera mexicana, peor de como está ahora.
El Congreso del Trabajo (CT) y el deterioro de su edificio (espléndido hace 50 años) nos da una imagen clarísima del agotamiento de los sindicatos de trabajadores en nuestro país. Si cuando se fundó (1966) sólo 24 por ciento de la población económicamente activa estaba sindicada, en la actualidad tal vez no llegue a 10 por ciento. Este fenómeno, con la excepción de los países escandinavos, se da en casi todo el mundo capitalista, lo cual no es consuelo para nadie, y menos para los obreros cada vez más vulnerables frente al capital. Ahora les cierran empresas y los dejan en la calle (Luz y Fuerza y Mexicana, por ejemplo), les corren por miles a sus trabajadores, incluso de empresas y sindicatos tan poderosos como Pemex, y sus líderes no dicen nada ni los defienden.
Las organizaciones sindicales de los últimos años, igual se trate de obreros que de trabajadores de servicios, no cumplen más con el papel combativo y defensivo del pasado. Lo único que no ha cambiado, salvo excepciones fácilmente destacables, es que sus líderes son tan venales como antes. Aun así, si se piensa que antes eran oficialistas, blancos y amarillos (aunque había algunos rojos), ahora ni sabemos sus nombres y tampoco nos importan. Fidel Velázquez era un reaccionario anticomunista, pero era un líder, como también lo fueron Luis Gómez Z., Jesús Yurén, Napoleón Gómez Sada y, desde luego, Rafael Galván, adversario del charrismo sindical de aquellos años (aunque nunca fue propiamente antigobiernista).
El CT lo creó precisamente Gustavo Díaz Ordaz, presidente de triste memoria. Fue su iniciativa para garantizar la industrialización con altas tasas de productividad, para mejor controlar a los obreros después de la experiencia del movimiento ferrocarrilero reprimido en 1959 y que puso en jaque a los gobiernos de Ruiz Cortines y de López Mateos, para homogeneizar hacia abajo los salarios de los trabajadores y para disminuir los contratos colectivos de trabajo de aquellos sectores que, comparativamente con otros, tenían mejores salarios y prestaciones.
Después del movimiento ferrocarrilero, López Mateos auspició en 1960 la Central Nacional de Trabajadores (CNT), con el apoyo del Sindicato Mexicano de Electricistas, la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos (CROC), el Sindicato de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (STERM), la Federación de Obreros Revolucionarios (FOR), la Unión Linotipográfica de la República Mexicana y otras de menor importancia. Existía, además, el Bloque de Unidad Obrera (BUO, creado por Ruiz Cortines), que encabezaba la Confederación de Trabajadores de México (CTM), y otras centrales también oficialistas de trabajadores. Sobra decir que la CNT y el BUO tenían fricciones, sobre todo por la influencia de Galván en la primera.
Díaz Ordaz quería que hubiera unidad de los trabajadores (más bien de sus líderes) en apoyo a su gobierno, de ahí que tanto la CNT, el BUO y la dirección del PRI acordaron con el gobierno realizar la Asamblea Nacional Revolucionaria del Proletariado Mexicano (15/2/66) para crear, tres días después, el Congreso del Trabajo (CT). Mezclaron obreros con los sindicatos de burócratas (de la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado, FSTSE) deliberadamente, para que unos y otros se neutralizaran si las condiciones así lo exigían. Le dieron espacio a Rafael Galván en una de las subcomisiones, para luego prescindir de él seis meses después.
Interesa destacar que el CT no nació con una dirección o presidencia, sino con una comisión coordinadora formada por 10 subcomisiones, con posibilidades de aumentar, la primera de ellas significativamente llamada encargada del despacho, y que en realidad cumplía las funciones de presidencia del CT. Con esta extraña estructura se garantizaba, según sus fundadores, que no habría una dirección propiamente dicha y que todas las subcomisiones tenían el mismo nivel, igual fueran de asuntos femeniles o juveniles que de organización o de finanzas. Cada seis meses serían elegidas las cabezas de las subcomisiones, incluyendo la encargada del despacho, y se repartían el cargo los mismos, que eran por principio heterogéneos ya que unos eran dirigentes de grandes centrales de trabajadores y otros de sindicatos nacionales de industria y hasta de alianzas de trabajadores específicos como la de tranviarios. Varios de los sindicatos, federaciones y demás eran parte de la poderosa CTM, pero tenían representación separada en el Congreso del Trabajo. Éste fue, por lo tanto, una organización techo que, dicho sea de paso, nunca hizo nada más allá de ejercer un relativo control de unos, los más fuertes, sobre los demás.
A 50 años de haberse fundado, con un edificio poco menos que abandonado y un movimiento obrero casi inexistente como tal, el Congreso del Trabajo es una especie de pirámide (derruida) en recuerdo de glorias pasadas que nunca fueron gloriosas, sino más bien lo contrario. Lo mejor que puede ocurrirle a lo que queda en pie del viejo edificio es convertirlo totalmente en estacionamiento u otro negocio, y que le den su administración (con todo y ganancias) a, por ejemplo, una cooperativa formada por los ex trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas y de Mexicana de Aviación que más lo necesite. Debe recordarse que estos sindicatos participaron en la fundación del CT, el primero como SME y los segundos por la vía de la Asociación Sindical de Pilotos Aviadores (ASPA) y de la Asociación Sindical de Sobrecargos de Aviación (ASSA).
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