Luis Hernández Navarro
Las opiniones de Javier Valdez sobre su gremio y el negocio de la comunicación fueron muy severas. Sus críticas hacia la prensa y los periodistas fueron filosas. Fue un auténtico noqueador en el cuadrilátero mediático del país. Sin necesariamente señalar a alguien por su nombre, sus comentarios dejaron fuera de combate a más de un colega y a más de un empresario. Huyó de la autocomplacencia y las alabanzas a su persona como si fueran la peste. Reflexionó sobre el periodismo nacional.
Javier dio un punto de vista propio sobre la práctica periodística en el país, tanto desde su experiencia profesional cotidiana como de sus investigaciones. Hizo de su materia de trabajo su objeto de estudio e ingrediente de sus reportajes. Fue un cronista no sólo del narcotráfico, sino de lo que Gabriel García Márquez llamaba el mejor oficio del mundo. Y externó sus conclusiones en conferencias, charlas, entrevistas y libros con absoluta y descarnada crudeza.
El autor de Narcoperiodismo no hacía concesiones ni con los de arriba ni con el establishment mediático. Sus comentarios sobre informadores, empresas de comunicación, directivos de diarios y revistas y lectores siempre fueron implacables. Podían ser como puñetazos de un fajador en el rostro de su rival, en un imaginario combate de boxeo.
Sin miramiento, el Bato Valdez denunció la soberbia, cercanía con el poder, y el creerse sabelotodo de los profesionales de la prensa, que les impide revisar lo que hacen y cómo lo hacen. Señaló también la falta de autocrítica en los medios. “Hemos actuado a veces –decía– como si fuéramos una casta diferente, bendita, privilegiada dentro de la estructura social.” Advirtió: Si no partimos de reconocer nuestros cánceres, nuestras deficiencias, nuestras limitaciones, no vamos a poder enfrentar los peligros y a recomenzar este ejercicio.
Según el corresponsal de La Jornada desde 1997 y fundador del semanario Riodoce, había que trabajar mucho para que la gente ubicara el periodismo como algo necesario, importante, urgente. Pero ello sólo era posible –pensaba– cuando los periodistas recuperaran su dignidad, la ética, la independencia, el ser honestos y responsables, el ser serios.
Su juicio sobre algunos empresarios de los medios fue implacable. Los veo lejos, muy preocupados allá arriba, en la torre de sus oficinas, en el confort, haciendo negocio. No los veo preocupados por nosotros, por la calle, por nuestro trabajo periodístico. Ellos hacen comunicaciones de redes sociales. Tienen dignidad de boletín de papel, de correo electrónico. No veo en ellos genitales, profesionalismo, seriedad, humanidad. El dueño está en el negocio, no le interesa necesariamente la información.
Desde su óptica, tampoco salían muy bien parados algunos jefes de información y editores, que, en la la cúspide de la maraña burocrática son fríos, son tiranos, son como dioses del Olimpo, lanzando rayos y centellas, para borrar de la faz de la tierra un párrafo o toda una nota, para cambiarle el sentido de manera unilateral, torpe e insensible. Se quejaba, con cierta amargura, del desprecio de algunos de esos directivos (muchos de ellos periodistas) hacia la crónica. O hacia un periodismo creativo.
No tenía muchas esperanzas en los organismos gremiales de los periodistas. “Son –explicaba– clubes, organizaciones de ocasión para ocupar jefaturas de prensa, bolsas de trabajo. Son clubes para las fotos de las páginas de sociales. No los veo defendiendo, no los veo promoviendo una discusión, un debate. Están despreocupados por la gente que está en la calle moviendo el trasero en la calle buscando las historias.”
Tampoco fue muy optimista a la hora de evaluar el papel de los lectores. Algunos –opinaba– sólo se acuerdan de los periodistas cuando requieren algo, cuando tienen un problema. Tan sólo defienden a los periodistas pequeños grupos, como los que luchan por la defensa de los derechos humanos, reflexionaba.
El periodismo es necesario –decía sin afán de victimización–, pero sólo cuando la gente así lo considera. Porque los periodistas que queremos hacer buen periodismo, nos sentimos solos. No vemos a los ciudadanos acompañándonos. Añadía: Lamentablemente, el mensaje que se manda con esta situación de vulnerabilidad y fragilidad, es que pueden hacer lo que quieran con los periodistas y no va a pasar nada.
Pero la dureza de sus señalamientos estuvo siempre acompañada de propuestas. Para reinventarse –sostenía– es necesario que los periodistas abandonen las recámaras del poder. dejen de olerle los pedos a los políticos y salgan a la calle, a mover las suelas, a recuperar las pequeñas y las grandes historias de la gente. Para dignificar al periodismo –advertía– hay que poner por delante la crítica, la investigación.
El tuétano del periodismo de ahora –decía– es contar los rostros, el llanto, el sudor, el temblor, la indignación. Hay que leer –insistía– grandes autores que nos regalan grandes frases. Hay que ser audaces, sacudirse de la burocracia, utilizar los recursos del buen periodismo, para recoger entre los escombros los restos de vida que hay en el país, para contar historias humanas. Precisamente lo que él hizo en sus notas, crónicas y reportajes.
Twitter: @lhan55