Gustavo Gordillo /II
López Obrador mencionó en su discurso con motivo del primer año de gobierno una frase que se atribuye a Gramsci, diciendo que todavía lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer.
Quisiera utilizar el marco conceptual gramsciano para discutir las causas que condujeron al triunfo electoral de AMLO en 2018.
Gramsci hablaba de equilibrios catastróficos o crisis orgánica. La crisis orgánica sólo es posible por efecto de la perturbación causada por un conjunto de fluctuaciones fuertes que erosionan el sistema, durante las cuales muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo.
Estos son periodos en los cuales se superponen crisis de valores, institucionales, políticas, éticas, morales, etcétera, como ocurre en los periodos de transición entre dos momentos históricos.
De las causas de esas crisis, citadas en sus Cuadernos desde la cárcel, es de subrayar el fracaso de la clase dirigente en alguna causa política de envergadura, para la cual demandó el apoyo y obtuvo el consenso de las grandes masas. Estas crisis orgánicas se resuelven a través de la fórmula gramsciana denominada revolución pasiva. En esta entrega sólo me referiré a la crisis orgánica. En una siguiente, en relación con el primer año de gobierno, discutiré acerca de la revolución pasiva de AMLO.
Si a lo largo de la historia de México algún tema ha captado la imaginación y la energía de sus habitantes, ha sido la idea de la modernización. El sueño mexicano, a diferencia del sueño americano, no es sólo una hazaña individual, sino también comunitaria. Desde las elites, en cambio, las propuestas de modernización han implicado tanto en su concepción como en su implementación algún grado de exclusión mayor o menor.
En México hemos vivido en los últimos 30 años dos modernizaciones fallidas. La primera, una modernización esencialmente económica –aunque con múltiples consecuencias políticas–, en la que se propuso un proyecto que incluiría originalmente a todos, pero que terminó excluyendo a la mayoría, incluyendo a aquellos agentes –los operadores de la coalición priísta que debieron implementar esa modernización.
La segunda, más desconcertante aún, fue la modernización política que logró la primera alternancia pacífica en el país. Era la promesa de una transformación democrática a partir de elecciones libres y limpias.
Más que actos fundadores, la transición mexicana fue, sobre todo, una mezcla de acoplamiento institucional y transformismo político. El eje autoritario de viejo régimen: presidencialismo, más partido hegemónico, más interacción entre reglas formales establecidas en la Constitución y un amplio abanico de reglas informales y facultades meta-constitucionales; se fue paulatinamente debilitando sin ser sustituido por otro arreglo de gobernabilidad.
Lo que siguió a partir de 1997 fue una consistente decadencia, en donde el centro político se desmadejó, combinada con una emancipación desordenada tanto de las entidades federativas como de segmentos de la sociedad, al tiempo que operaba la colonización de franjas del aparato estatal o del territorio nacional por un sinnúmero de poderes fácticos, incluyendo el crimen organizado. Este régimen se sostuvo a partir del uso corrupto y discrecional, depredador, de los recursos públicos.
Empero, la mayor derrota del Estado, pero también de la sociedad, ha sido la guerra contra las drogas, como demuestra dolorosamente la cauda de muertos, desaparecidos y personas afectadas en su vida por las bandas criminales y la incapacidad del propio Estado.
Así pues, en el lapso de 30 años, la sociedad mexicana ha sido agraviada desde tres ámbitos y en el proceso las élites han terminado fuertemente enfrentadas. El momento actual de equilibrio catastrófico es producto de esa triple derrota de las clases dirigentes.
Esto es lo que hereda el régimen de AMLO.
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