Juan Trujillo Limones*
El Alto, Bolivia. Rubén Hidalgo Mejía es indígena aymara, chofer asalariado de transporte público y poblador de esta ciudad. La mañana del 19 de noviembre se encontraba vendiendo refrescos junto a su esposa, porque llevaba semanas sin trabajo regular debido a los bloqueos y protestas por la renuncia del presidente Evo Morales el 10 de noviembre y la imposición del gobierno de facto en el país. Desde el 11 de noviembre y días posteriores, el ejército y la policía nacional atacaron diversos puntos de la ciudad, ya había heridos de bala, además de detenidos.
Era la zona de Senkata, donde la carretera La Paz-Oruro atraviesa varios distritos. En el número 8 se encuentra la planta de Yacimientos Petrolíferos Fiscales de Bolivia, donde según testimonios de heridos, los militares escondieron dos muertos. Más arriba los militares habían metido los cuerpos y los vecinos pedían que se los devolvieran. La gente quería entrar, narra Rubén desde la cama 38 del Hospital Holandés.
Habían pasado varias horas, los familiares y vecinos que reclamaban los cuerpos no fueron escuchados e intentaron entrar a la planta rompiendo una barda de concreto. “Era una ola de gente, turbulencia total, detrás de la gente había tanques disparando. Me replegué a la pared, unos 100 metros atrás. Me impactan. No podía pararme, me habían derribado. Eran tres tanques y dos helicópteros lanzando gas. Éramos como animales en un corral, queriendo escapar por todos lados. No puedo pararme, no sé qué hacer, pensé: ‘este será el fin de mi persona, de mi existencia’.”
Según fotografías y especialistas ( La Razón, 2/12/19), en la zona se encontraron casquillos calibre 7.62 de ama larga y otros de menor calibre. Se identificaron, además, fusiles AK-47, Kalashnikov ruso, .9 milímetros, M-16 y Galil. Militares vestidos de verde olivo y otros de azul con gris se apostaron en puentes y bardas de avenidas. Rubén y su esposa se habían separado para intentar vender refrescos desde dos puntos. En el momento no me duele, luego no puedo pararme. Ahí viene un señor en bicicleta y me rescata. Me preocupo por mi mujer, había quema de llantas. Ella estaba muy sucia. Transcurren algunos minutos, se trasladan a una pequeña clínica y media hora después una ambulancia con más heridos los lleva, rodeando la ocupación militar, al Hospital Holandés, donde sí lo pueden intervenir. Hacia las 14 horas afuera, su esposa Marlén con el cuerpo lleno de ceniza es golpeada por vecinos que no querían permitir la entrada a la gente de los bloqueos. Rubén llora cuando recuerda el episodio mientras se aferra al gancho que lo sostiene y le permite levantarse de la cama.
El certificado médico dice que recibió un proyectil de arma de fuego en la pierna izquierda. Una bala ha pasado por aquí, la otra ha entrado y explotó aquí. Tengo fisura de tibia por impacto. Para recuperar la movilidad y eventualmente volver a caminar, Rubén necesita una estructura metálica con 14 pernos, pero sólo es fabricada por una empresa privada y el costo correría por su cuenta. Con un hijo de 11 y el otro de 15 años intenta vislumbrar cómo conseguir el artefacto e incluso menciona que vendería chicles en la calle. En días pasados, mientras se recuperaba de las heridas, a la habitación del hospital llegaron policías vestidos de civil, otros de la fiscalía y el Ministerio Público para interrogarlo. Rubén explicó que poco o nada tiene que ver con los grupos que bloqueaban algunas avenidas.
Su esposa Marlén escucha la charla y siente alivio de que escuchen la historia. Sin embargo, aún carga el estrés postraumático de la masacre. Con voz baja intenta explicar algunos hechos previos a ese 19 de noviembre e incluso la situación de algunos indígenas asesinados, heridos y campesinos detenidos: No permitieron que llegaran (más manifestantes). Hicieron caer a los indígenas de provincia. Trataron (de) pararlos a través de armas y militares. Este hospital es como el oscuro túnel que conduce a las claves de ésta y la masacre del 11 de noviembre. Los heridos y sobrevivientes de las balas que desde tierra y cielo se perpetraron contra la ciudad. Además de la historia de Rubén, en Senkata la barbarie se aplicó de varias formas. Ahí también hubo personas detenidas y llevados a cuarteles policiacos. El indígena y campesino Luis Guarache Condorí tiene a su hijo de 29 años en prisión preventiva: Mi hijo salió al mecánico y hacia el medio día por curiosidad (estaba ahí) los policías lo agarraron por hablar por su celular. Lo tenían acusado por terrorismo y lo llevaron a la fiscalía. Una mujer indígena anónima destacó que uno de sus hijos fue detenido, le aplicaron choques eléctricos y le sembraron granadas y chalecos antibalas para después inculparlo en el hospital. Es decir, en presencia de abogados forzaron una declaración de culpabilidad con la promesa de su libertad. Los inculparon con cosas para (que) la gente viera que son saqueadores, terroristas.
Las víctimas rechazaron la indemnización oficial y demandan justicia para al menos nueve fallecidos durante la masacre del 19 de noviembre; sin embargo, todavía está pendiente nombrar a esos otros seis caídos cuyas familias permanecen en silencio. Esta masacre de Senkata abrió la vieja herida de muerte a estas poblaciones indígenas que se creía superada. La forma de dominación de un gobierno de facto que está dispuesto al horror con tal de controlar el poder del Estado. Se miran nuevamente, las venas abiertas de la profunda Bolivia indígena y campesina.
* Antropólogo.